Capítulo 4 Capítulo 4

CELESTE

—Si vuelvo a casa con moretones, no te va a importar, ¿verdad? A menos que alguien los vea en público.

—Cuando te vuelva a ver, espero que hayas superado este comportamiento infantil y que el castigo físico sea cosa del pasado.

—¿Qué quieres decir? Te veré en una semana. Los padres visitan los fines de semana y…

—Imposible. Si recibo un informe satisfactorio del padre Azrael en unos meses, te permitiré visitar casa durante las vacaciones.

—¿Por qué haces esto? —mi voz destiló una furia helada—. ¿Porque rompí tus reglas? Bien. Mándame a otra escuela. Arrancarme de mi vida ya es suficiente castigo. Pero entregarme a un desconocido que admite golpear a sus estudiantes… Debes detestarme de verdad.

—¿Has terminado?

—No.

Escupí el último rastro de respeto que le tenía a esa mujer.

En ese momento, hice una promesa. ¿Creía que yo era mala? No tenía idea. Las chicas malas eran expulsadas de los internados.

Me juré hacer todo lo que estuviera en mi poder para que me expulsaran.

—Si me dejas aquí —dije—, ensuciaré nuestro apellido de tal manera que no podrás mantenerlo fuera de la prensa.

Imperturbable, arqueó una ceja mirando al padre Azrael.

—Antes no era tan pendenciera. No sé qué le ha pasado.

—No es Robby Howard. Ni ningún otro chico —levanté el mentón—. Eres la mayor bloqueadora de polvo del mundo.

—Estás caminando sobre hielo muy delgado, jovencita.

—Claro, Boomer. Tú eres la que confía en un sacerdote para vigilarme en vez de un equipo de guardaespaldas. Qué forma de perder contacto con la realidad.

Técnicamente, era demasiado joven para pertenecer a la generación boomer. Solo usé el término para molestarla.

—Espera en el pasillo —ordenó en un susurro que cortó como un cuchillo.

—Tú espera en el pasillo —crucé los brazos, tragándome el nudo de miedo en la garganta.

—No te lo repetiré —señaló la puerta con un dedo.

Negué con la cabeza, tentando la suerte.

—Demuestra que tienes un gramo de decencia en tu corazón y llévame a casa.

Me preparé para el dolor que sabía que causaría su respuesta. Pero fue el padre Azrael quien reaccionó. Avanzó despacio, de forma amenazante. Intenté mantenerme firme, pero sus poderosas zancadas aplastaron la distancia, obligándome a retroceder.

Invadió mi espacio, su estatura imponente dejándome a la altura de su pecho. No llegó a tocarme, pero no le di oportunidad; mi columna se dobló, todo mi cuerpo retrocediendo mientras luchaba por llenar mis pulmones. Él me siguió, inclinándose más cerca. Retrocedí, y él avanzó de nuevo, una y otra vez, cada paso pisoteando mis límites e incinerando mi valor.

Si quería sobrevivir a esto, sobrevivir a él, no podía dejar que me intimidara. Pero mis extremidades se estremecían sin permiso, mis pies deslizándose hacia atrás, huyendo instintivamente de la vibra siniestra que irradiaba.

Músculos tensos y marcados; demasiada potencia oculta bajo su ropa modesta, lista para respaldar ese ceño amenazador.

¿Estaba enojado? ¿O miraba a todas sus alumnas como si quisiera partirlas sobre su rodilla?

—¿Qué estás haciendo? —mi pulso se disparó mientras retrocedía hasta chocar la espalda contra el marco de la puerta—. Aléjate. No me toques.

No levantó un dedo. No hubo contacto físico entre nosotros. Pero tampoco retrocedió. Sus pasos fueron deliberados y tranquilos mientras me obligaba a salir al pasillo solo con su proximidad.

No podía ignorar lo diminuta y frágil que me sentía junto a él, cuán inferior era físicamente frente a su fuerza y tamaño. Pero no era solo su inesperada complexión lo que me hacía buscar distancia. Era la crueldad en sus ojos. La promesa impía que había en ellos.

Este no era un maestro que se preocupara por mis circunstancias. Era un abusador enfermo y retorcido que disfrutaba intimidando a sus alumnas.

¿Cuántas chicas había “reformado”? ¿Lavado el cerebro? ¿Abusado? ¿Cuántas vidas había destruido?

La parte trasera de mis piernas golpeó el banco del pasillo, perdiendo el equilibrio. Caí sentada, y él se inclinó sobre mí, una mano apoyada en la pared junto a mi cabeza.

No te acobardes. Puedes manejar lo que sea que te haga.

—Voy a decir esto una sola vez —extendió la otra mano, palma arriba, entre nosotros—. Dame tu teléfono.

Mis entrañas se encogieron al sonido de su voz. Una orden tajante que no admitía discusión. Un timbre áspero que vibró en mi pecho. Una boca esculpida que arrastraba mi voluntad hacia la oscuridad.

El pasillo se desvaneció mientras observaba la brutal belleza de su rostro. Estaba tan cerca, tan malditamente metido en mi espacio que sentí el calor de su aliento y… joder, olía bien. Oscuro y amaderado, como incienso exótico y algo más. Algo carnal y masculino, distinto a cualquier aroma salido de una botella de diseñador. Mi nariz celebró el aroma, mis fosas dilatándose, inhalando profundo, saboreando.

Despierta.

Contuve el aire y aparté la mirada. ¿Qué me estaba pasando? No podía caer ante un hombre que quería lastimarme. Las náuseas giraron, agitando un miedo helado en mi estómago.

No necesitaba palabras para aterrorizarme. Su cercanía bastaba para destrozar mis nervios.

Solo necesitaba que se fuera, y la forma más rápida de lograrlo era darle lo que quería.

Saqué el teléfono del bolsillo y se lo puse en la mano.

Sabía que, en un par de horas, iba a encontrarme acostada en una cama extraña, asustada y sola, maldiciendo mi decisión de entregar mi conexión con el mundo exterior. Mi teléfono era mi línea de vida con mi hermano.

Keaton era irritantemente sobreprotector conmigo, pero solo porque le importaba. Era a él a quien acudía cuando necesitaba ayuda, palabras de consejo o un hombro en el que apoyarme.

Iba a necesitarlo más que nunca esta noche.

Me dolió el pecho al ver cómo el teléfono desaparecía en el bolsillo del padre Azrael. Fuera de mi alcance.

Él regresó al aula y se detuvo justo en el umbral, una mano apoyada en el marco de la puerta. Cada fibra de mi cuerpo estaba tensa cuando miró por encima del hombro y sus ojos se encontraron con los míos.

Esperaba indiferencia, pero lo que vi en su expresión fue peor.

Sus ojos brillaban con triunfo.

Creía que había ganado. Pensaba que, a partir de ahora, yo me acobardaría y dejaría de resistir, que sería maleable y fácil de controlar. Creía tener mi rendición.

Como si fuera posible.

Jamás había cruzado espadas con una Montfort.

Mi destino lo forjaba yo, y estaba dispuesta a arruinar mi reputación con tal de largarme de aquí. Si se interponía en mi camino, lo arrastraría conmigo.

—Te prometo algo —cuadré los hombros y me puse de pie, enfrentándolo de frente—. Voy a convertir tu vida en un infierno.

—El infierno se acerca rápido, niña. Pero te aseguro que no viene por mí.

Con una cruel mueca en los labios, dio un paso dentro del aula y cerró la puerta en mis narices.

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