Capítulo 1 Leonardo Castell

Amanda Rivera jamás imaginó que su noche terminaría en una piscina, con un hombre como Leonardo.

En el beso, abría la boca de una forma que hacía que la lengua de él llegara profundamente.

Tomó sus piernas y las apoyó en sus caderas, rozando su erección en el trasero de ella, que comprendió que no sería solo un beso.

—No sé cómo he podido contenerme tanto —dijo con voz ronca y volvió a besarla.

Para ella fue extraño, la trataba como si la conociera de toda la vida, cómo si supiera exactamente qué clase de besos podrían ponerla cachonda.

La rubia sentía que había llegado al cielo y que uno de sus ángeles la besaba de una manera que debería ser ilegal.

—Abre las piernas y déjame saborearte —le indicó, sosteniendo su muslo con una sola mano.

Ella no pudo hacer más que ceder ante lo que decía. La besó y luego bajó hasta su entrepierna mirando cómo la saboreaba, haciendo que se mojara en un dos por tres.

No pudo evitar compararlo con su ex, quien solamente usaba su cuerpo para satisfacer sus frustraciones y siempre la dejaba sedienta, ansiosa de más.

Besó los labios de su intimidad y su entrepierna no pudo resistirse más al contacto cálido de su boca, corriéndose en un quejido.

—Espera —dijo ella, sosteniéndose para recuperarse.

Su cuerpo se había estremecido de manera intensa y compulsiva, por lo que le hacía falta una buena bocanada de aire.

—¿Acaso pasó lo que creo? —preguntó Leo con sorpresa—. Amy, eres increíble. Te atreves a correrte sin mi permiso, se supone que este era un castigo para ti y terminas convirtiéndolo en tu placer.

—No fue a propósito —dijo ella, aún sosteniéndose de sus hombros.

—Eso espero… a mi ego le gustaría pensar que soy el primero que hace que te corras solo con el movimiento de mis labios —aseguró y la levantó sacándola del agua, sentándola en la orilla de la piscina.

—¿Qué haces? —preguntó ella, confundida.

—Quiero saber si mi boca es capaz de darte placer desde otro ángulo —dijo él abriendo sus piernas, obligándola a apoyar sus manos en el suelo.

Sin preguntarle, apoyó su rostro entre su entrada y comenzó a jugar con sus bragas, hasta que le molestaron y tuvo que correr la tela para rozar su piel directamente.

Chupaba su clítoris y lamía su entrada de punta a punta, lo único que se escuchaba en ese espacio era el chicoteo de su lengua arremetiendo contra su vagin’a sin piedad.

Ella jadeaba de placer y a punto de decirle que se detuviera, convulsionó de placer y sus piernas temblaron.

Con su mano en la cabeza de él, vio las estrellas en más de un sentido.

Apenas podía recordar en la traición que tuvo que vivir más temprano justo en el apartamento de su novio, al encontrarlo desnudo en su cama con su propia prima… y el descaro que tuvieron los dos de tomar la situación con tranquilidad, como si fuese un simple encuentro casual.

Horas antes, Amanda se quitó los zapatos y los dejó en el armario junto a la puerta, quedando paralizada al ver un par de zapatos en un rincón. Su ceño se frunció cuando la confusión se apoderó de ella: No tenía tacones de aguja.

El corazón le latía con fuerza en los oídos y al ir avanzando se congeló. Sus manos se cerraron en puños, aunque sus rodillas intentaron debilitarse mientras la negación luchaba con la ira.

Al abrir la puerta de sopetón, ésta se estrelló contra la pared y un conmocionado Jonathan cayó fuera de la cama, llevándose el edredón consigo.

Su jadeo llenó por completo la habitación.

—¿Amanda?

Jonathan pasó una mano por su cabello castaño desordenado, luciendo perplejo e incómodo.

—Sí, hola. ¿Me recuerdas? Soy tu novia —espetó la chica rubia, dejándose llevar por la ira.

—Se supone que no deberías estar aquí hoy…

—Es cierto —dijo ella en tono de burla, señalándolo con su dedo—. Pero ¿por qué no le haría una visita sorpresa a mi novio? ¿Por qué no iba a creer que él no me es fiel todo el tiempo y no sólo los días que sabe que voy a venir?

—Te lo iba a decir…

—¿Cuándo? ¿Luego de terminar de fo’llar? —espetó con furia por su cinismo—. ¿Y quién es la zorra?

Antes de que Jonathan pudiera hablar u objetar, Amanda arrancó la sábana de la cama, y su jadeo provocó una risa aguda en la mujer.

—Tú…

—Honestamente, Amanda… ¿Te sorprende verme aquí?

Karen se deslizó de la cama sin sentirse avergonzada de su desnudez. Se colocó al lado de Jonathan y pasó un brazo alrededor de su cintura de manera posesiva, como marcando territorio.

—¡Eres mi… mi prima!

—¿Y eso qué? —la chica rodó los ojos, volviéndose a Jonathan—. Cariño, ¿no deberíamos contarle el resto?

—¿Resto? ¿De qué hablan? —sacudió la cabeza, intentando concentrarse—. ¿Cómo pudieron hacerme esto? ¡Dios, me dan tanto asco!

Sentía unas enormes ganas de vomitar, la cabeza le daba vueltas y tuvo que tomar una enorme bocanada de aire para controlar la ira que burbujeaba desde su estómago a la garganta.

Estaba segura de que podía cometer un homicidio en ese preciso momento.

—Siempre estás trabajando, nunca hay tiempo para mí —intervino Jonathan de manera calmada, como si eso lo explicara todo—. Me estaba aburriendo y Karen…

—Vaya que te ayudó a entretenerte, ¿no? —su tono era irónico, aunque sus ojos picaban con las ganas de llorar—. Eres patético. Ustedes dos.

—Ahora yo ocuparé tu lugar en la vida y la cama de mi Jona —dijo Karen con una sonrisa satisfecha—. ¿No te agrada? Así todo queda entre familia.

—Tú…. maldita —espetó entre dientes, dando un par de pasos, dispuesta a romperle la cara.

—¡Basta, Amanda! No sigas humillándote—resopló Jonathan, interponiéndose en su camino—. Será mejor que te vayas. Y no olvides dejarme la llave.

Amanda no podía creerlo. Apretó los dientes con tanta fuerza que le dolió la mandíbula.

—Malditos… ¡Váyanse a la mierda los dos! —les gritó con rabia, antes de azotar la puerta.

Las manos le temblaban y su vista se nubló por las lágrimas. Respiró hondo para evitar echarse a llorar, no iba a demostrar debilidad en ese momento.

Tomó sus zapatos y ni siquiera se molestó en colocárselos, corrió hacia el ascensor presionando el botón con un dedo mientras su pecho se apretaba de manera dolorosa.

“No llores aquí, no,” se dijo una y otra vez, respirando hondo.

Usó los pocos segundos en el ascensor para colocarse los zapatos y arreglar su aspecto. Nadie debía saber cómo le temblaban las malditas entrañas.

Cuando llegó a su departamento, arrojó las llaves al sofá y pasó las manos por su cabeza, pensando en lo que debía hacer ahora.

“Diana, ella me ayudará,” pensó en su mejor amiga.

Su ropa se enganchó del pomo de la puerta y atrajo su atención la tela que la cubría desde los hombros hasta las pantorrillas.

Realmente una monja.

Una idea intrigante se alojó en su mente. ¿Así la veían todos? Seguramente su ex pensaba que era una mojigata que no sabía cómo divertirse.

Bueno… ella le demostraría lo contrario.

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