Capítulo 4 Un pago por una sola noche

Todo lo que Amanda había pasado para llegar a ese momento con Alejandro cruzó fugazmente por su mente, como una secuencia de escenas rápidas e intensas.

Parpadeó, regresando al presente, justo cuando Leonardo le sonreía con esa mirada cargada de deseo.

—Si me juras que tu sabor es tan exquisito por las mañanas, te encargaré para el desayuno —dijo con voz ronca, lamiendo su entrada otra vez. Luego la sumergió en el agua tibia, rodeándola con sus brazos—. ¿Estás temblando de frío o por lo que acaba de pasar?

—No lo sé —respondió Amanda, mientras intentaba recuperar el aliento.

Leonardo deslizó sus labios hasta su cuello y murmuró junto a su oído: —Bella, ¿alguna vez probaste lo deliciosa que sabes?

Ella seguía inmóvil, aturdida por lo que acababa de pasar, con la mente perdida entre las estrellas del techo de cristal. Al no obtener respuesta, él la besó de nuevo, y aunque Amanda creyó que le parecería asqueroso, no lo fue.

Su cuerpo respondió al contacto de manera inesperada. Leonardo sonrió, victorioso.

—Te lo dije, sabes delicioso.

Con un movimiento ágil liberó su brasier, dejándolo caer al agua.

—Sostente de mí —ordenó, y cuando Amanda trató de acomodarse, notó que él estaba completamente desnudo. Sus piernas se ajustaron a sus caderas, y algo cálido y firme le rozó el trasero.

—¿No era más fácil pedirme que me las quitara? —protestó molesta al sentir el tirón de su ropa interior.

—Pagaré por ellas, y por todo lo que rompa esta noche —dijo él, sin dejar de acariciarla.

Amanda quiso replicar, pero el contacto de sus dedos le robó las palabras. Él la besó con lentitud, como si quisiera calentarla de adentro hacia afuera.

Sin embargo, una parte de ella dudaba. No recordaba haber sentido algo así con Jonathan, su ex. Con él, el sexo había sido mecánico, predecible, apagado. Leonardo, en cambio, la hacía perder el control.

—Amy —susurró él, acariciando su rostro—, quiero tomar tus pechos y devorarlos. Pero temo dejarte marcas. Dime si me lo permites.

—Claro —murmuró sin pensar.

Los ojos de Leonardo brillaron con deseo. Se inclinó y pasó su lengua lentamente sobre sus pechos, recorriendo cada curva con una paciencia que la desarmó.

Amanda arqueó la espalda, sintiendo que su cuerpo se encendía de una manera que jamás había experimentado.

—No creerás esto —murmuró él contra su piel—, pero eres la primera mujer con la que me provoca ser suave. Quiero devorarte, bella, pero temo que si lo hago con fuerza, intentarás huir de mí. Vamos a la cama antes de que me arrepienta.

Intentó bajar, pero él la sostuvo firmemente.

—No aguanto más —gruñó, cargándola hasta el borde de la piscina.

La apoyó contra el borde y, sin previo aviso, la penetró.

—Ah… —exhaló ella, sorprendida por la fuerza del contacto.

Si no hubiera estado tan lubricada, tal vez habría sentido dolor, pero solo sintió placer. El calor la envolvía por completo.

Leonardo se movió dentro de ella con una mezcla de control y desesperación, marcando un ritmo que la deshacía.

—Es imposible que nubles tanto mi mente —jadeó, mirándola como si le costara respirar.

Amanda lo besó, dejándose llevar por la intensidad del momento, hasta que una idea la golpeó: no se estaban cuidando. Sus ojos se abrieron de golpe.

—Sal… —dijo empujando su pecho—. No usas protección.

Leonardo se detuvo, respirando con dificultad, con una expresión casi irritada. Pero en lugar de discutir, la tomó de la mano.

—Vamos a mi cuarto.

La condujo hasta el ascensor, aún mojada, y allí volvió a besarla, sin darle respiro. En el trayecto, Amanda intentó convencerse de que debía detenerse, pero su cuerpo ya no respondía a la lógica.

Al llegar a su habitación, él se colocó un preservativo con rapidez, y la colocó en cuatro sobre la cama. La penetró de nuevo, más profundo, más intenso.

Amanda soltó un gemido que trató de contener mordiendo la almohada.

—¿Estás bien? —preguntó él, sin moverse aún.

Ella asintió, y eso bastó para que él comenzara a moverse. Cada embestida era más fuerte, más certera, más adictiva. Sentía que todo su cuerpo ardía, que su mente se quedaba en blanco.

Leonardo la tomaba con una mezcla de fuerza y ternura que la hacía estremecerse.

El ritmo aumentó hasta que no pudo más. Amanda se corrió con un gemido ahogado, temblando y mojando todas las sábanas de color negro.

Leonardo no tardó en seguirla, soltando un gruñido contra su cuello.

—Bella… no te vayas esta noche —pidió, jadeante—. No tendré suficiente de ti con solo un polvo. Quédate, prometo recompensarte bien.

Amanda no respondió. Se quedó inmóvil, respirando con dificultad. Leonardo la cargó de nuevo, llevándola hasta la tina de hidromasaje, donde el agua burbujeante ya los esperaba.

“¿Cuándo la preparó?”, pensó, atónita.

Se relajó un momento, cerrando los ojos mientras él besaba su cuello y hombros.

Todo parecía tan irreal que por un instante creyó estar soñando.

Hasta que sonó su celular.

Intentó levantarse, pero Leonardo la sujetó suavemente.

—¿A dónde vas, bella? —preguntó con voz grave.

—Mi celular. Puede ser Diana —respondió, apartando su mano.

Salió del baño y se sorprendió al ver que la habitación estaba impecable. La cama hecha, las sábanas limpias, su vestido seco y colgado.

“¿Qué diablos pasa aquí?”, se preguntó, sintiendo un escalofrío.

—¿Hola? —contestó la llamada.

—¿Estás loca? —la voz de Diana sonaba furiosa—. Baja ahora mismo. Estoy afuera de la casa de Leonardo, en un taxi.

Amanda sintió un nudo en la garganta.

—Ya bajo —dijo, apresurándose a vestirse.

Leonardo salió del baño, aún desnudo.

—¿Qué haces?

—Diana está en la puerta. Debo irme —respondió, evitando su mirada.

Él frunció el ceño, descontento.

—Pensé que podías quedarte. Prometí compensarte —insistió.

—Tengo un compromiso mañana por la mañana —mintió ella.

Leonardo suspiró con fastidio. Se puso un pantalón de pijama, cubriendo apenas su cuerpo húmedo.

Amanda lamentó terriblemente que se vistiera.

—Te acompaño —dijo, tomándola de la mano.

En el ascensor, la tensión era palpable. Él la observaba en silencio, con una expresión que mezclaba deseo y frustración.

—Bella, no quiero que te vayas. Lo digo en serio.

—Tal vez en otro momento —susurró Amanda.

Él le entregó su bolso y, antes de dejarla ir, le dio un beso en la mejilla. Amanda salió con el corazón acelerado, pensando si volvería a verlo.

“¿Será que solo me usó? ¿O realmente le gusté?”, pensó mientras subía al taxi.

Dentro, Diana discutía acaloradamente por teléfono.

—¡Me importa un carajo, Roberto! Te dije que no —gritó antes de colgar. Luego miró a Amanda, alarmada—. Por favor, dime que ese animal no te hizo nada.

Amanda arqueó una ceja, confundida por su tono. Diana estaba pálida, con los ojos al borde del llanto.

—¿Qué te pasa? Te dije que vendría, ¿no? Y, para que lo sepas, la estaba pasando muy bien —respondió molesta.

Buscó su celular dentro del bolso… y entonces lo vio: cinco fajos gruesos de dinero. Se quedó inmóvil.

—¿Qué mierda es esto? —preguntó, levantando los billetes.

Diana se cubrió el rostro con frustración.

—Puta madre…

Capítulo anterior
Siguiente capítulo