25. «¡Un milagro! ¡Nuestro Salvador!»

Rosè

No debería haber podido ver, pero podía. —¿Hola?— llamé. El lobo levantó la cabeza. Se puso de pie y se acercó a mí. Con cada paso de su pata, la oscuridad se disolvía y se transformaba en flores muertas que desprendían un olor a hierro.

Para cuando se detuvo frente a mí, las flores muert...

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