Capítulo 3: La Mansión

Isabella.

Nunca me había sentido tan pequeña en un lugar tan grande. La mansión de los De la Vega parecía más un palacio que una casa, un museo hostil de la riqueza y el poder de un hombre que ahora era mi dueño.

Los techos se elevaban hasta alturas imposibles, de donde colgaban lámparas de cristal que destellaban con una luz cegadora.

Los pasillos, interminables y silenciosos, estaban cubiertos por alfombras tan gruesas que amortiguaban mis pasos, como si mi presencia fuera un ruido indeseado.

Era un mundo que no me pertenecía, pero en el que, para mi desgracia, estaba obligada a entrar.

Tras la llamada telefónica que detuvo la boda, Fabián se ausentó con la misma prisa con la que había llegado.

Me dejó en el altar, a merced de las miradas curiosas de los invitados, hasta que uno de sus asistentes se me acercó y me llevó en uno de los autos del magnate hasta su casa.

“Su casa es tu casa ahora”, me había dicho mi madre, intentando sonreír, aferrándose a la idea de que mi sacrificio nos salvaría a todos. Mentira, nada allí era mío.

El aire era pesado, la luz era fría. Era un lugar sin alma, sin vida, tan vacío como mi futuro.

Y entonces lo vi a Gabriel.

El hijo del hombre con el que debía casarme. El sacerdote que no podía sacarme de la mente desde el primer instante en que nuestras miradas se cruzaron.

Había cambiado su sotana negra por un pantalón de lino oscuro y una camisa blanca que dejaba al descubierto sus antebrazos.

Estaba de pie en el jardín de invierno, un enorme espacio acristalado que conectaba con la sala principal.

La luz del sol que entraba por las paredes de cristal iluminaba su rostro de una manera casi irreal, resaltando los contornos de su nariz recta, la línea fuerte de su mandíbula y las pestañas largas que proyectaban sombras sobre sus mejillas.

Estaba regando una orquídea con una delicadeza que me sorprendió, con sus movimientos pausados y precisos.

Me detuve, sin poder avanzar, paralizada por la imagen. No debería mirarlo, pero lo hacía. No debería desearlo, pero ya sentía esa punzada en el estómago, esa atracción que me había asaltado en la iglesia y que ahora, viéndolo tan cerca, se hacía tangible.

Él levantó la vista, y nuestros ojos se encontraron. Otra vez ese silencio espeso, esa corriente invisible que nos atrapaba en una burbuja donde no existía nadie más. Un reconocimiento mutuo que no necesitaba palabras.

—¿Está más tranquila? —preguntó con voz suave, dejando la regadera en el suelo de baldosas con un leve sonido.

Tragué saliva, sintiendo que un nudo me ahogaba.

—No lo sé… —respondí—. Todo esto me supera. No sé qué hago aquí.

Me acerqué a él, mis pies se movían por cuenta propia, impulsados por una necesidad desesperada de confesar mi alma a la única persona que parecía entenderme.

Me detuve a una distancia prudente, la distancia del respeto, pero al mismo tiempo, la de dos almas que se necesitan. El aire del jardín de invierno era húmedo y olía a tierra mojada y a flores exóticas, un refugio de vida dentro de la casa muerta.

—No quiero este matrimonio —confesé al fin, la voz me tembló, pero me sentí liberada—. No lo pedí, ni siquiera lo soñé. Solo estoy aquí porque mis padres… porque no tengo otra opción.

Sus labios se apretaron en una línea tensa. Bajó la mirada a la orquídea en sus manos, sus dedos rozaron con cuidado un pétalo.

—Lo sé —dijo finalmente, su voz un susurro ronco—. Lo vi en tus ojos en la iglesia.

El silencio nos envolvió de nuevo. Era tan denso que podía escuchar el latido de mi propio corazón. Cada segundo que pasaba, la tensión crecía. Y en esa mansión que se sentía como una prisión, su presencia era el único indicio de vida.

—Gabriel… —su nombre escapó de mis labios antes de que pudiera contenerme, un suspiro más que una palabra. Se sintió tan natural, tan correcto, que me asustó.

Él dio un paso hacia mí, y yo retrocedí uno, el instinto de autoconservación gritando en mi mente. Mis manos se apretaron en puños, temblando.

—No me llames así —murmuró, con la voz más baja aún, como si pronunciar su nombre en mi boca fuera demasiado íntimo, demasiado peligroso.

Su mirada se endureció con dolor, y vi la lucha en sus ojos. La lucha entre el sacerdote y el hombre que me miraba con la misma intensidad que yo lo deseaba.

Pero sus ojos decían lo contrario. Sus ojos gritaban lo mismo que sentía yo: una atracción que no podíamos detener.

—Sé que te sientes sola —continuó, su voz era suave como una caricia—. Y sé que tu corazón no está en esto. Pero lo que no sabes es… —se detuvo, dudando. Sus ojos viajaron a su alrededor, a las plantas que nos observaban en silencio, y luego regresaron a mí.

—Si seguimos por este camino… —susurró, con la voz quebrada por la emoción— ambos estaremos perdidos. Y me temo que lo estaremos de una manera que la fe no podrá perdonar.

Me mordí el labio inferior, incapaz de responder. Porque en el fondo, sabía que ya lo estábamos. Mi cuerpo se sentía electrificado por su cercanía, cada nervio gritaba para que me acercara más.

Pero el miedo era más fuerte. Miedo a este hombre, miedo a mí misma, y miedo a lo que un simple roce podría desatar.

Él se dio la vuelta, dándome la espalda, y se adentró más en el jardín, sus pasos perdiéndose entre las hojas de las palmas de interior. Yo me quedé allí, congelada, con la respiración superficial y entrecortada.

El silencio de la casa volvió a inundarlo todo. Solo que esta vez no se sentía vacío, sino cargado, como un aire de tormenta, con la promesa de algo que, tarde o temprano, estallaría. Algo que cambiaría nuestras vidas para siempre.

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