Capítulo 1 El matrimonio feliz.
Amber
Me encantaba lo que veía frente al espejo, esa imagen que mi rostro mostraba
solamente significaba una cosa, con los años me volvía más deseable, eso era
seguro, aunque mi esposo se negara a reconocerlo.
—Diez años, amor. Estás más irresistible que nunca, la envidia de todas —susurró
Franco, deslizando su mano por mi espalda mientras terminaba de pintar mis
labios. Me giré hacia él, y el roce de su piel contra la mía despertó un calor
instantáneo. Su erección, ya evidente, prometía un encuentro ardiente.
—Tú también mejoras con el tiempo, cariño. Eres puro fuego —respondí con una
sonrisa pícara, mordiendo su entrepierna por encima del pantalón. Franco se
estremeció, y yo, divertida, volví al espejo para retocar mi maquillaje. Él ajustó su
impecable traje, listo para la noche.
Estábamos de aniversario, y el club más exclusivo de la ciudad nos esperaba con
una fiesta deslumbrante. La élite internacional estaría allí, al igual que su
amante… pero eso no me detendría, los dejaría que siguieran pensando en que
soy inocente de sus andanzas.
—¿Lista, mi reina? —Franco me rodeó la cintura, atrayéndome hacia él. Su beso
fue voraz, y sentí su miembro presionando contra mí, encendiendo cada rincón de
mi cuerpo. Mis manos recorrieron sus nalgas, apretándolas con fuerza, y un
gemido escapó de mis labios. Me encantaba ser suya, pero más aún me encendía
el sexo, con él… o con quien fuera.
Sus besos inmediatamente mojaron mis bragas, pero lo que más me motivaba,
era pensar la forma en que me vengaría de él. Lo empujé contra nuestra cama
matrimonial, subí mi vestido, dejando mi coño expuesto, húmedo y listo.
Sus ojos brillaban de lujuria, y aunque la fiesta nos esperaba, la urgencia era más
fuerte. Desabroché su pantalón, liberé su miembro duro y, sin romper el contacto
visual, me hundí en él. Cabalgué con furia, sus gemidos resonaban, sus manos se
aferraban a mis caderas. Aunque mi cuerpo me traicionaba, en el fondo, quería
dominarlo, hacerlo sentir pequeño.
Sin pensarlo, le di una bofetada.
—¡Amber! —jadeó, su erección flaqueó al instante.
Aumenté el ritmo de mis caderas, y le di otra bofetada, haciendo que su rostro
girara, adolorido.
—¡Mierda! —refutó, aún más blando dentro de mí, y quise seguir golpeándolo.
Desde que lo vi en el despacho, debajo de ella, moviendo sus caderas, follandola
como si fuera la gran diosa, solamente quería darle golpes.
—¡Sigue, amor, estoy en llamas! —mentí, ocultando una risa. Quería que pagara
por sus traiciones, aunque fuera con pequeños golpes al ego.
—No me pegues, no me gusta. Últimamente lo haces demasiado —protestó, con
su voz tensa. —No es excitante, cariño.
—¡Ah! Pero a mí me gusta ¡sigue Franco! Sigue que voy a correrme sobre ti…
Sonreí con malicia. La mezcla de placer y venganza era adictiva. Aumenté el
ritmo, mis caderas giraban como un torbellino, mi clítoris se estremecía rozando
contra él, hasta que el orgasmo me atravesó como un relámpago. Grité, y su calor
se derramó dentro de mí. Exhausta, le di un beso fugaz, me puse las bragas sin
limpiarme, ajusté mi vestido y volví al espejo.
—¿Nos vamos, querido? —pregunté con una ceja alzada. Franco, aun
recuperándose, solo asintió.
En el auto, Andrew, nuestro conductor, no podía quitarme los ojos de encima. Sus
miradas a través del retrovisor eran puro deseo, y eso me encendía aún más.
Mientras Franco hablaba por teléfono, deslicé mi mano por su muslo, acariciando
su entrepierna con descaro. Andrew tragó saliva, sus mejillas se enrojecieron, y
por poco pierde el control del volante.
—¡Cuidado, Andrew! ¡Por Dios, casi nos matas! ¡Imbécil! —rugió Franco.
Franco, a sus 36 años, era el sueño de cualquier mujer: alto, atractivo, millonario,
el CEO de Golde Enterntaiment . Pero hace cuatro años descubrí su aventura con
mi mejor amiga, Lía. Los vi juntos en el estudio de nuestra mansión, una imagen
que destrozó mi corazón. Lloré noches enteras, preguntándome por qué. Nunca
les dije que lo sabía. Quería ver hasta dónde llegaban, y los malnacidos, seguían
juntos, sin importarles absolutamente nada. Pero yo, mientras tanto, yo también
jugaría mi propio juego.
Llegamos al club, donde una multitud de amigos, familiares y conocidos nos
recibió con sonrisas, algunas genuinas, otras puro teatro. Franco, siempre
carismático, tomó mi mano y levantó su copa para un brindis.
—Familia, amigos, gracias por estar aquí. Es un honor celebrar diez años junto a
esta mujer extraordinaria —dijo, besándome la mejilla mientras todos aplaudían.
Éramos la pareja perfecta, la envidia de todos. Pero mi mente ya estaba en otra
parte. Mientras Franco charlaba con sus socios, mis ojos encontraron a Augusto
Polat, uno de los empresarios más poderosos de la ciudad. La tensión entre
nosotros era eléctrica.
—Voy al tocador, amor —le dije a Franco, rozando su espalda con una sonrisa.
—Ve con cuidado, cariño. Tómate tu tiempo —respondió, distraído.
Hice una seña sutil con las cejas y me dirigí al cuarto de limpieza del club,
evitando las miradas curiosas. Mi corazón latía desbocado, mi coño ya estaba
húmedo de anticipación. Cuando la puerta se abrió, Augusto entró, y el aire se
cargó de deseo.
—Pensé que no tendríamos ni un segundo a solas —murmuró, acercándose,
desesperado, me agarró por la espalda, y sus manos se deslizaron directo por mis
pechos.
—No pude resistirme —respondí, guiando su mano bajo mi vestido. Sus dedos
encontraron mi humedad, los introdujo un poco y luego los llevó a su boca y
sonrió.
—Deliciosa, sabes a gloria. —dijo antes de besarme con fiereza. Su lengua sabía
a mí, a Franco, a puro vicio. Sus manos apretaron mis pechos, arrancándome un
gemido. Desabroché su pantalón, liberando su enorme erección, y me arrodillé.
Bajó las tiras de mi vestido, dejando mis pechos al aire, y deslizó su miembro
entre ellos mientras yo lamía la punta, saboreando cada instante de esa
adrenalina prohibida.
A mi cabeza vinieron imágenes de Lía y Franco, de su maldita traición, pero ya no
me dolía, por el contrario, mi cuerpo pedía más.
Con una mano lo acariciaba, con la otra me daba placer a mí misma. Cuando sentí
que él estaba al límite, me detuve y me subí a una encimera, abriendo las piernas.
Augusto no dudó. Me penetró con fuerza, mordiendo mi pezón mientras tapaba
mis gemidos con su mano. Sus embestidas eran brutales, y yo me movía al ritmo
de sus caderas, perdida en el éxtasis de saber que Franco estaba a metros de
distancia.
—¡Más fuerte! —susurré, clavando mis uñas en su espalda. El orgasmo me
sacudió, una corriente de placer que me hizo temblar. Augusto, con un último
empujón, se derramó dentro de mí, besándome con una suavidad que contrariaba
con la intensidad de momentos antes.
—Eres una delicia, Amber —murmuró, rozando mi cuello. —Mi delicia prohibida.
—Tú también, pero debemos irnos. Franco notará mi ausencia —respondí,
recomponiéndome.
Hacerlo con el socio de mi esposo era mi fantasía personal, una burla en su
propia cara.
—No puedo seguir así, Amber. llevamos tres años. Deberías dejarlo —dijo,
frustrado.
Me colgué de su cuello, besándolo suavemente. —Cariño, no voy a dejar a
Franco. No ahora. Hay demasiado en juego, nuestro patrimonio. Soy más lista que
él, pero por ahora, la farsa debe continuar.
Augusto salió del cuarto, molesto, y yo solté una risa. Él estaba enamorado, pero
para mí, esto era solo placer. Si Franco podía tener una amante, yo también.
Pasé por el tocador para limpiarme y volví a la mesa. Allí estaba Lía, ocupando mi
lugar junto a Franco, con una sonrisa hipócrita. No me inmuté. Me acerqué, besé a
Franco en la boca, dejando que probara el rastro de su socio, y luego saludé a Lía
con un beso en la mejilla.
—Querida, llegaste tarde —dije, con una sonrisa tan falsa como la suya.
—Tuve que resolver algo. ¡Estás radiante! —respondió, con un tono cargado de
cinismo.
Quince años de amistad, y así me pagaba. Me senté, bebí una copa de vino tras
otra, y me dejé envolver por la satisfacción. No sentía celos ni dolor. Solo el
éxtasis de mi propia libertad.



























