Capítulo 2 El sabor de la revancha.
Amber
¡Que celebración tan magnifica! …suspire antes de quedarme dormida.
—Buenos días, mi amor —susurró Franco, su voz suave rompió el silencio de la mañana. Abrí los ojos lentamente, con la cabeza palpitando por el vino de anoche.
Frente a mí, mi esposo sostenía una bandeja con un desayuno que olía a paraíso:
Huevos, jugo fresco y café humeante.
—Hola, cariño —respondí, lanzándole un beso al aire mientras me estiraba—. Qué delicia, estoy famélica. ¿Ya desayunaste?
—Hace rato, amor. Me levantaba temprano para resolver unas cosas. Anoche te pasaste con las copas, ¿eh? —dijo con una sonrisa que no alcancé a descifrar.
Le devolví una sonrisa fingida, probando un bocado de los huevos. —Sí, necesitaba desconectarme un poco. Menos mal es sábado, puedo quedarme en la
cama un poco más.
Franco se sentó a mi lado, su mirada recorría mi cuerpo. —La celebración sigue, amor. Mis padres nos esperan en su casa para otra fiesta. Ya sabes cómo son con
estas cosas.
Tragué con fuerza, sintiendo un nudo en el estómago. La familia de Franco me repelía. Sus padres, con sus aires de superioridad, siempre me miraron por
encima del hombro, y su hermana nunca ocultó su desprecio por mí, pues yo era una chica de origen modesto que no encajaba en su mundo de millonarios. A mis 31 años, cinco menos que Franco, había construido con él un imperio desde cero, nuestra compañía, una empresa que no debía nada al dinero de su familia. Mi talento como diseñadora y mi dedicación fueron clave, pero Franco no era de los que arriesgaban su fortuna ni su reputación. Un escándalo entre nosotros podía derrumbar contratos y credibilidad, y ambos lo sabíamos.
Sin embargo, Franco no se pudo resistir, no pudo ser el esposo abnegado, fiel y comprometido que siempre aparentaba, cuatro años traicionándome, cuatro años haciéndome ver como idiota, follandose a mi mejor amiga, sin embargo, ya no me dolía, ya el dolor era cuestión del pasado.
—¿Es necesario ir, amor? —pregunté, haciendo un mohín para ablandarlo—. Sabes que nunca me siento cómoda allí, además luzco fatal, la resaca de ayer se
nota demasiado.
—Amber, no empieces con eso. Es solo tu imaginación —replicó, acercándose con una mirada cargada de deseo—. Estás más sexy que nunca. Estos diez años
te han hecho una diosa.
Dejé la bandeja a un lado y me subí a su regazo. Estaba recién bañado, vestido con una camisa que marcaba su cuerpo, mientras yo solo llevaba bragas y un
sujetador. Me lo quité, dejando mis pechos al descubierto, y acerqué uno a su boca. Mientras él lamía, pellizqué su mejilla con fuerza.
—¿Y si me haces tuya antes de irnos? —susurré, presionando su cabeza contra mí.
—Amber, basta con los golpes —se quejó, apartándose—. Eres insaciable, pero no hay tiempo. En quince minutos paso por ti. Ponte más irresistible de lo que ya
estás.
Me levantó de su regazo y me dejó en la cama, frustrada y ardiente. Con un suspiro, me metí a la ducha, dejando que el agua fría calmara el fuego que él no
quiso apagar.
Media hora después, estábamos en nuestro lujoso auto, bajo un sol radiante.
Llevaba un vestido blanco, corto y ajustado, con un escote que dejaba poco a la imaginación. Franco no decía nada sobre mi atuendo; le gustaba aprovecharlo
tanto como a mí. Me puse mis gafas oscuras y, al sentarme, abrí las piernas lo justo para que Andrew, nuestro conductor, tuviera una vista clara a través del
retrovisor. Su nuez de Adán se movió con fuerza, y yo sonreí, traviesa. A sus 23 años, Andrew era un peligro tentador. Me deseaba, y yo lo sabía, pero enredarme
con alguien como él no entraba en mis planes.
Llegamos a la mansión de mis suegros, un palacio blanco de jardines impecables y salones de ensueño. Todo gritaba dinero.
—Feliz aniversario, hijo —dijo Greta, la madre de Franco, abrazándolo con efusividad mientras me lanzaba una mirada fría.
—Amber, bienvenida —añadió Gillman, el padre de Franco, con una calidez que lo hacía la excepción en esa familia.
—Gracias, Gillman, un placer estar aquí —respondí, forzando una sonrisa. Por suerte, la hermana de Franco no estaba, lo que me dio un respiro. La reunión
comenzó tranquila, con tíos y primos de Franco charlando animadamente. Pero entonces llegó Jorge, su hermanastro, y el aire se cargó de electricidad. Alto, atractivo, con una sonrisa que prometía problemas, Jorge saludó a todos con un carisma arrollador. Cuando llegó a mí, su roce me hizo estremecer.
—Cuñada, cuánto tiempo —dijo, guiñándome un ojo mientras sus labios rozaban mi mejilla.
—Demasiado, Jorge —respondí, dando un sorbo a mi copa para disimular el calor que subía por mi cuerpo.
Durante la cena, Jorge se sentó frente a mí. Mientras todos hablaban, me quité un tacón y, bajo la mesa, deslicé mi pie por su pierna hasta su entrepierna. Su miembro, duro al instante, me hizo sonreír. Mi vulva palpitaba, húmeda y ansiosa, mientras él seguía conversando como si nada, aunque sus ojos traicionaban su deseo. Franco, a mi lado, reía con sus chistes vulgares, ajeno a todo.
No sé cuánto tiempo estuve acariciándolo, pero Jorge me lanzó una mirada de advertencia. Bajé el pie, me puse el tacón y me levante con los demás, intercambiando con él miradas cargadas de complicidad.
La noche avanzó, y Franco, borracho, se quedó dormido junto a la piscina. Mis suegros se retiraron, y la mansión quedó en silencio. Solo estábamos Jorge, Franco y yo.
—Te deseo como loco, Amber —susurró Jorge, acercándose. Su aliento en mi cuello hizo que mi piel se erizara.
—Y yo a ti, pero estamos en casa de tus padres. Franco está ahí —respondí, aunque mi cuerpo gritaba lo contrario.
—Está ebrio, no hay nadie más. Encuéntrame en el garaje. Diez minutos, Amber.
Hace una semana que no te tengo, y me estoy volviendo loco.
Sus palabras encendieron un fuego imposible de ignorar. Lo seguí sin hacer ruido.
Apenas llegamos al garaje, Jorge me devoró con un beso salvaje, su lengua explorando la mía con hambre. Sus manos subieron mi vestido, dejándome solo con tacones y bragas. Mis pezones se endurecieron bajo su mirada, y él los atacó con su boca, chupando con una intensidad que me arrancó un gemido, me mordía, me succionaba. ¡maldito placer que me daba!
Se arrodilló, bajó mis bragas y, con dedos expertos, abrió mi sexo. Su lengua se hundió en mí, lamiendo con una precisión que me hizo temblar. Mis jugos corrían por su barbilla mientras yo acariciaba mis pechos, empujando su cabeza más cerca. Insertó un dedo, luego dos, luego tres, moviéndolos con maestría mientras su lengua seguía su danza. Mi cuerpo se rindió al placer, y un orgasmo me sacudió, haciendo que mis caderas se movieran al ritmo de su boca.
—Fóllame, por favor —supliqué, con la voz entrecortada.
—Pídeme que te haga mía —gruñó, sus ojos oscuros clavados en mí.
—¡Hazme tuya, maldita sea! —ordené, estrellando mi pelvis contra él.
Y entonces mi subconsciente me pasó una mala jugada, a mi cabeza vino la imagen de Lía estrellando su pelvis contra las caderas de Franco, y quise
desfallecer. Pero, tome aire de nuevo, y me concentre en mi cuñado.
—¡Hazme tuya!
Jorge, se puso un condón y me giró contra la pared. Me penetró con un movimiento brusco, tapando mi boca para ahogar mis gemidos. Sus embestidas
eran feroces, mis pechos chocaban contra la pared, y mi vulva se contraía alrededor de él. Cada golpe me llevaba más cerca del abismo, hasta que un
orgasmo brutal me hizo gritar, sin importarme dónde estaba. Jorge gruñó, apretando mi trasero mientras se derramaba dentro de mí.
Estábamos recuperando el aliento cuando la voz de Franco resonó afuera.
—¡Amber! ¿Dónde estás? —sonaba molesto.
El pánico nos invadió. Jorge palideció, y yo, con la adrenalina a tope, no sabía si quería que nos descubriera.
—¿Qué hacemos? —susurró Jorge, angustiado.
—Vuelve a la mansión. Yo iré después —dije, con una calma que no sentía. La idea de que Franco me pillara me excitaba, pero no podía arriesgar mi posición.
—Esto no puede seguir, Amber. Te quiero —dijo Jorge, besándome antes de salir corriendo.
El olor a sexo impregnaba el aire, y los pasos de Franco se acercaban. Mi corazón latía desbocado. Justo cuando la puerta del garaje estaba a punto de abrirse,
escuché a Andrew.
—Señor, necesito hablarle del auto. Es urgente —dijo, su voz fue firme.
—¿Ahora, Andrew? —replicó Franco, irritado.
—Sí, señor. No hay mecánicos aquí, venga conmigo.
Me asomé por una rendija y vi a Andrew alejando a Franco. Me había salvado.
Corrí hacia ellos, recomponiéndome.
—Amor, te estaba buscando —dije, acercándome a Franco con una sonrisa—. ¿Dónde estabas?
—¿Y tú dónde estabas? —respondió, dándome una mirada cargada de sospecha.
—En el baño, cariño. La casa estaba vacía, y me dolía el estómago, algo me cayó pesado—mentí, acariciando su brazo mientras lanzaba una mirada de
agradecimiento a Andrew.
Franco empezó a hablar de un problema con el auto, ya resuelto. Nos subimos al coche, pero Andrew no me miró por el retrovisor como siempre. Sentí una punzada de culpa. Sabía que me deseaba, y probablemente había visto lo suficiente para sentirse herido.
La noche terminó, pero el fuego en mí no se apagaba. Había descubierto un mundo de placer tras la traición de Franco, y ahora vivía para explorar cada rincón de mi cuerpo. Si él podía jugar sucio, yo también. Y lo hacía mejor.



























