Capítulo 5 La verdad debajo de las Máscaras
La humillación de Franco al dejarme sola en el restaurante ardía como veneno en mi sangre. Parada en la acera, marqué el número de Augusto Polat. Sabía que vendría corriendo; su devoción por mí era mi arma secreta en este juego retorcido.
Encendí un cigarrillo, el humo calmaba mis nervios a flor de piel. Un mensaje iluminó mi teléfono: Voy en camino, amor. Exhalé una nube gris, rocié mi boca co un spray para ocultar el olor a nicotina y esperé.
Franco no podía estar volviéndose contra mí ahora, no después de todo lo que había construido, todo lo que había soportado. No antes de que yo lo hiciera pagar mi dolor.
Minutos después, un auto con vidrios polarizados se detuvo frente a mí. La ventanilla bajó apenas, dejando ver las gafas oscuras de Augusto, su mandíbula estaba tensa de deseo. Me aseguré de que nadie me viera y subí. No hubo saludos. Sus manos atraparon mi rostro, sus labios se estrellaron contra los míos con una urgencia que me prendió fuego. Me subí a su regazo, sin importarme la mirada del conductor, y le devolví el beso con igual ferocidad.
Sus manos recorrieron mi cuerpo, su erección presionaba contra mí a través de la ropa, estaba tan duro, yo sabía lo que causaba en él.
—Te extrañé demasiado, Amber —gruñó, su voz ronca vibraba en mi piel—. No paso un día sin desearte.
—Y yo a ti —respondí, lamiendo su mandíbula, sintiendo cómo se estremecía. Me deslicé a su lado, recuperando el aliento—. Pero no solo te llamé por esto.
Sus ojos brillaron con curiosidad. —¿Ah, no? ¿Entonces qué quieres? ¿Un café… o algo más privado? —preguntó, en un tono provocador.
Me acerqué, rozando su entrepierna con la mano. —Sabes lo que quiero —susurré—, pero también necesito respuestas.
Apretó uno de mis pechos, arrancándome un jadeo.
—Josh, al Riverside —ordenó al conductor.
El Riverside era nuestro refugio de pecado, un motel empapado de decadencia.
Sus paredes exhibían arte subido de tono —cuerpos desnudos en poses sensuales—, y el aire estaba impregnado de incienso afrodisíaco. La suite presidencial era un paraíso para amantes: una cama enorme con sábanas de seda, un espejo en el techo, un jacuzzi burbujeante y una botella de champán
junto a una silla diseñada para el placer.
Me lancé sobre la cama, mirando mi reflejo en el espejo.
—Este lugar es perfecto —dije, acariciando mi cuerpo para provocarlo mientras él se desabrochaba el cinturón y se quitaba los zapatos.
—Sueño con ser el hombre que despierte contigo cada mañana —dijo, y su expresión se volvió una súplica.
Sueña todo lo que quieras, pensé, pero en cambio ronroneé: —Algún día, amor. Por ahora, ven y hazme tuya.
Se abalanzó sobre mí, desnudándome con manos ansiosas. Sus besos cubrieron mi piel, desde el cuello hasta los pechos, encendiendo chispas de deseo.
Pero en mi mente, una sombra crecía. Las acusaciones de Franco, el desfalco, la fachada de nuestro matrimonio perfecto que se desmoronaba… todo me perseguía. Lo amé alguna vez, con toda mi alma, pero su traición con Lía lo cambió todo. Me quedé por el imperio que construimos, por el estatus, por el juego. Pero el juego se volvía cada vez más peligroso.
—No pares —supliqué mientras Augusto devoraba mi pezón, su destreza era magnifica haciendo que mi cuerpo pidiera más. Sus labios bajaron por mi vientre hasta mi coño, abriendo mis muslos con reverencia. Cuando su lengua se hundió en mí, grité, arqueando las caderas para recibirlo. Lamió mi clítoris con una precisión que me hizo temblar, y apreté las piernas para atraerlo más.
—Quiero que seas solo mía —murmuró contra mi piel.
—Hazme tuya —exigí, jalándolo para besarlo. Su boca sabía a mí, una mezcla embriagadora de lujuria y rebeldía. Pero mi corazón no estaba allí. Mordí su labio con fuerza, descargando mi rabia, mi frustración por Franco, por esta farsa.
Augusto no protestó; estaba demasiado perdido en mí.
Me penetró con un movimiento brusco, sus embestidas fueron frenéticas.
Normalmente, lo habría acompañado, pero me quedé inmóvil, deseando que terminará rápido.
—Estás tan apretada —gimió, sumido en su éxtasis.
Fingí el clímax, moviendo las caderas y gimiendo hasta que él se derrumbó sobre mí, besándome mientras recuperaba el aliento.
—Estás bien, ¿verdad? —preguntó, con un dejo de preocupación.
—Solo un resfriado —mentí, forzando una sonrisa—. Pero estuviste increíble, como siempre.
Me miró, poco convencido.
—Te conozco, Amber. No viniste solo por esto. ¿Qué pasa?
Me levanté, encendiendo un cigarrillo.
—¿Por qué no me dijiste del desfalco? —pregunté, mi voz fue cortante. Su rostro
palideció.
—Amber, yo…
—No te hagas el inocente, Augusto. Vamos a investigar cada centavo. Si sabes algo, dímelo ahora.
Se sentó, negando con la cabeza.
—¿Crees que robaría de la empresa? Soy accionista, ¿qué ganaría?
Exhalé una nube de humo, clavándole la mirada.
—Llevábamos años siendo amantes. No quiero dudar de ti, pero si estás encubriendo a Franco… —dejé la acusación en el aire—. Él me señala como culpable. ¡A mí! Después de todo lo que hice por esa empresa.
Cruzó los brazos, tenso.
—Franco no confía en nadie, y con razón. Él no es de fiar.
Noté el nerviosismo en su voz, el carraspeo. Ocultaba algo.
—Sabes más de lo que dices —insistí, acercándome—. No me hagas sacártelo
por las malas. —Lo besé, mi mano jugaba con su renovado deseo, pero se apartó.
—Tengo una reunión importante —dijo, evasivo.
—Acabamos de llegar —protesté, subiéndome sobre él. Esta vez, no lo dejé escapar. Me hundí en él, mis caderas se movieron con furia, mi reflejo en el espejo del techo avivando mi fuego. Me sentía poderosa, intocable, mientras lo cabalgaba con fuerza, mi clítoris rozando su piel. Sus manos se aferraron a mis caderas, sus gritos llenaron la habitación.
—Eres una locura, Amber —jadeó, mientras yo me inclinaba, presionando mis pechos contra su rostro.
—Muerde —ordené, y el dolor agudo de sus dientes en mi pezón me llevó al borde. Me moví más rápido, como poseída, hasta que un orgasmo brutal nos sacudió a ambos. Mis piernas temblaban, el sudor perlaba mi piel. Nos desplomamos, jadeando, el espejo reflejaba nuestros cuerpos entrelazados.
—No terminamos de hablar —dije, girándome hacia él, mi voz fue firme.
—Soy leal a Franco —respondió, esquivando mi mirada—. Pero el desfalco es real, Amber. Protege tus acciones, retírate mientras puedas.
Mi corazón dio un vuelco.
—¿Retirarme? ¿Tan grave es?
Se levantó y corrió al baño, huyendo de mi pregunta.
—¡Augusto! —grité, persiguiéndolo—. ¡No me dejes con dudas! ¡Dime qué mierda
está pasando!
Se giró, sus ojos se encendieron en furia.
—Nadie te toma por idiota, Amber, pero el dinero se está esfumando, y ahora mismo, tú eres la principal sospechosa.
Sus palabras fueron un golpe.
—¿Tú también lo crees? —repliqué, fingiendo decepción. En este nido de víboras, la confianza era una ilusión, pero necesitaba que hablara.
—Te amo —dijo, su voz se quebró—. Pero no puedo seguir con esto. Déjalo, Amber. Quédate conmigo. Juntos salvaremos la empresa y descubriremos al culpable.
Bajé la mirada, dejando que unas lágrimas falsas brillaran.
—No puedo divorciarme, no ahora. Sé que ocultas algo, Augusto. Si estás ayudando a Franco a hundirme para tenerme, no lo soportaré.
—No me manipules —espetó, vistiéndose a toda prisa—. Estoy harto. Franco es
mi amigo, y no diré más. —Salió, azotando la puerta.
Quedé desnuda, con el eco de sus palabras retumbando en mi cabeza. Por segunda vez ese día, los hombres que creía controlar me dieron la espalda.
Franco, Augusto… ambos juraban amarme, pero sus lealtades eran mentira. El juego que inicié para vengarme de Franco, para reclamar mi poder, se desmoronaba. Con la empresa perdiendo dinero y todas las miradas sobre mí, supe que estaba en un terreno más peligroso de lo que imaginé. Necesitaba respuestas, y las arrancaría aunque tuviera que desenterrar cada secreto.



























