Capítulo 6 Una red de traiciones y mentiras.

Abrí la puerta de nuestra imponente mansión, con un dolor punzante en el cuello debido al cansancio. En otros tiempos, ese dolor habría sido un placer culpable, un recordatorio de los encuentros furtivos que me hacían sentir viva, especialmente porque los mantenía en secreto de mi esposo.

—¿Dónde estabas? —La voz de Franco resonó en la penumbra, sobresaltándome.

—¡Dios, qué susto me diste! —Encendí la luz y lo vi sentado en el amplio sofá de cuero, su lugar favorito cuando estaba sumido en sus pensamientos. Sostenía un vaso de licor, su rostro ensombrecido, los ojos enrojecidos e hinchados, el cabello revuelto y la piel pálida.

—¿Por qué siempre mientes, Eva? —preguntó, dando un sorbo a su bebida.

—No te estoy mintiendo, cariño. Estuve jugando cartas con unas amigas después de que te fuiste del restaurante —respondí, acercándome lentamente. Me agaché para quedar a su altura, lo miré a los ojos y acaricié su mejilla—. ¿Estás bien, amor?

Con un gesto brusco, apartó mi mano y, para mi sorpresa, me arrojó el licor en la cara. Solté un pequeño grito de asombro.

—¡Franco! —Sacudí el alcohol de mi cabello—. ¿Qué te pasa? ¡Estás actuando como un abusador!

—Puedes decir lo que quieras, Eva, pero eso no cambia que seas una completa mentirosa —replicó. Su tono me indignó. Me acerqué y, con furia, le di una bofetada.

—¡A mí me respetas, Franco! —grité. Él apenas cerró los ojos, y por un instante temí lo peor, imaginando que desataría toda la rabia y el dolor acumulados durante años. Pero, contra todo pronóstico, respiró hondo, me tomó del cuello y acercó mi rostro al suyo.

—Eres tan fascinante, esposa. Cualquier hombre perdería la cabeza por ti, pero has sido tan desleal —susurró.

Al oírme llamar infiel, me aparté de él. Si era momento de verdades, estaba lista para desnudar mi alma y hablar del dolor que su traición me había causado.

—¿Me llamas infiel? ¡Cuando el único desleal aquí eres tú, Franco! ¡Qué descaro! —exclamé.

Me soltó y dio un paso atrás, visiblemente sorprendido.

—Tienes razón, yo también he sido infiel, y sé que lo sabes desde hace tiempo. Pero tú te has vengado acostándote con otros hombres, ¿crees que no estoy al tanto? —dijo.

Tragué saliva. Mi esposo lo sabía. Si me odiaba, tenía motivos, porque mis amantes eran las dos personas más cercanas a él.

—Franco, yo… no quería hacerlo, te juro que no quería, pero estaba tan herida… —balbuceé.

—Pensé que lo negarías, que todo era producto de mi imaginación. Pero al oírte admitirlo, siento que mi corazón se rompe en mil pedazos, Eva. Aunque sé que yo te fallé primero. No sé si aún podamos arreglar esto —confesó, dejándose caer en el sofá.

Me senté a su lado, y por un instante, el silencio nos envolvió. Ninguno sabía qué decir. Nuestro matrimonio, alguna vez lleno de amor, se había convertido en una pesadilla donde el que más daño causaba se sentía victorioso.

—Cariño, te juro que te amo con toda mi alma —dije, aunque solo una parte era cierta. No me arrepentía de mis infidelidades—. Pero me sentía tan sola…

—¿Por qué con él? —preguntó, desconcertándome. No era “él”, eran “ellos”, y no sabía a quién se refería. Decidí responder vagamente.

—No lo sé. Pensé que descubrirlo te dolería, y eso aliviaba un poco mi propio dolor. Pero creo que podemos sanar, amor. Podemos volver a ser la pareja de antes, tenemos un imperio juntos: dinero, una empresa, propiedades, acciones. Somos jóvenes, podemos formar una familia —dije, intentando convencerlo.

—¿Por qué con Andrew? ¿Por qué con el chófer? —insistió. Un escalofrío me recorrió. No sabía quiénes eran mis amantes, y por un momento consideré culpar a Andrew para que lo despidiera. Pero no podía hacer algo tan bajo, y, aunque sonara extraño, quería a Andrew cerca.

—¿Andrew? No, cariño, no es él —mentí.

Franco se levantó del sofá, furioso, clavándome la mirada.

—¿Me crees idiota, Eva? He visto cómo lo miras, cómo lo provocas con descaro —espetó.

—Cálmate, amor, no es él —insistí, aunque en mi mente pensé: Ojalá lo fuera.

—¿No? Entonces, ¿quién? ¡No me mientas, Eva! —exigió. Me quedé callada, buscando una respuesta. Era irónico que me reclamara por un amante cuando él se acostaba con mi mejor amiga. Pero nuestra relación estaba podrida, y era hora de enfrentarlo.

—Es alguien que no conoces. Por favor, no involucres a personas que no tienen nada que ver, como Andrew —dije con firmeza.

Franco me miró, pero el odio en sus ojos dio paso a una tristeza profunda. Lo entendía. Nos casamos tan enamorados, nuestros cuerpos y sueños eran uno solo, trabajamos juntos por un futuro brillante, siempre quisimos una familia, pero yo nunca me decidí a tener hijos.

—¿Desde cuándo me engañas, Eva? —preguntó, sorprendiéndome.

—No lo sé… unos meses, amor, solo eso —mentí otra vez.

—¿Cuántos meses? ¡Dímelo! —insistió.

—Seis, amor, solo seis —respondí, manteniendo la farsa.

—¿Eres feliz con él? Dime la verdad, por favor —suplicó. Me quedé helada. Estaba feliz con mis amantes; las aventuras eran intensas, y no estaba segura de querer renunciar a ellas. Pero a Franco lo amaba, y tal vez podría perdonar su infidelidad por nuestro futuro.

—No, amor, no estoy enamorada de él. Fue solo un desliz, una aventura. A ti te amo —mentí, mientras las palabras fluían con facilidad—. Pero ¿y tú? Me engañas con mi mejor amiga desde hace años, y nunca te lo he echado en cara. He cargado con este dolor, esperando que recapacites y la dejes.

Las lágrimas brotaron, y aunque fingidas, parecían reales. ¡La reina del drama!, pensé.

Franco se arrodilló frente a mí, con los ojos llenos de lágrimas, aferrándose a mis piernas.

—Amor, perdóname, por lo que más quieras. Sé que he sido un esposo terrible, que cometí el peor error al fallarte. Pero te juro que la dejaré mañana mismo. Quiero que volvamos a ser uno, que recuperemos nuestra empresa y seamos el matrimonio ejemplar de antes —suplicó.

No esperaba eso. Pensé que me odiaría por mi infidelidad, pero ahí estaba, rogando perdón.

—Amor, no tengo nada que perdonarte. Levántate, por favor —lo tomé de los brazos y lo puse a mi altura—. Eres un hombre increíble. Yo también terminaré con mi amante mañana, e iremos a terapia de pareja. Haremos todo por salvar lo nuestro.

—¿De verdad, amor? —preguntó, con la voz rota por el arrepentimiento.

—De verdad, mi vida. El amor siempre debe triunfar sobre las heridas. Somos únicos, nos amamos, y no tiraremos diez años de matrimonio por una aventura —aseguré.

El rostro de Franco se iluminó. Me abrazó, me besó y me llevó a la habitación. Después de esa conversación, quizás era momento de hacer las paces con nuestra relación, aunque en el fondo, las mentiras y los deseos seguían tejiendo su propia historia.

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