Capítulo 4 El fuego contenido.
Capítulo 4.
El Fuego Contenido.
La súplica silenciosa en los ojos de Tamara es un bálsamo dulce y perverso para Domini. Él nota la desesperación, el terror que parpadea tras la falsa sonrisa. Después de años buscándola en la inmensidad del mundo, al fin la encuentra, y la ironía es brutal: ella ahora es su madrastra, casada con el hombre al que él más desprecia.
— No — responde Domini secamente a su padre, sin desviar la mirada ardiente de Tamara. — No nos conocemos. Es un placer, Tamara Adán. — Dice al fin, extendiendo su mano con una lentitud deliberada.
Tamara toma su mano temblorosa, la calidez familiar enciende un recuerdo instantáneo y peligroso.
— El placer es mío. ¡Bienvenido! — Logra articular ella, forzando la formalidad.
— Muy bien, en ese caso, bienvenido, hijo — interviene Gustavo, ajeno al campo de fuerza que se ha creado entre ellos. — Pasa, adelante, esta es tu casa. Ven, sé que vas a disfrutar de la cena. La preparó Tamara. Déjame decirte que ella cocina muy bien; sé que vas a disfrutar de su comida.
Se sientan a la mesa. Domini se ubica frente a Tamara. Gustavo toma asiento en medio de ellos.
— Tamara, mi hijo Ni… — comienza Gustavo.
— Domini — exclama él secamente, corrigiendo a su padre.
— Sí, por supuesto. Mi hijo, Domini, es el presidente de las empresas de su madre — continúa Gustavo, hinchando el pecho de orgullo. — Él, con su inteligencia, ha creado un imperio, siendo el CEO más joven de Inglaterra y Estados Unidos. Es todo un ejemplo mi muchacho.
Domini no escucha el elogio. Su mirada está fija en Tamara.
— ¿Y cómo se conocieron? — pregunta Domini, con una calma forzada, mientras los sirvientes sirven la comida.
Tamara lo observa directamente. Está tensa, sintiendo la presión de mentir bajo su escrutinio.
Gustavo toma su mano por encima de la mesa. Tamara sonríe ligeramente, enfocándolo, con un rasgo de inquietud que solo Domini detecta.
— Esta hermosa mujer me robó el corazón desde que la conocí. Es una de las maestras de idiomas del instituto técnico. Nos conocimos cuando coincidimos en una cafetería en el centro. Ambos nos gustaba ir a desayunar a ese lugar, y nos encontramos casualmente. Ese día estaba lloviendo a cántaros… ¿No es así, cariño?
Ella sonríe ligeramente, asiente, mirando a su esposo con una lealtad forzada. La mirada de Domini es una mezcla inhumana de calma y furia contenida. Apenas puede tolerar ver a la mujer que adora junto al hombre que representa su pasado gris.
— Luego de año y medio juntos, fue una superación personal. Le dije que no había momento en que no quisiera estar con ella. Por eso le pedí que se casara conmigo. Y aquí estamos, a solo meses de habernos casado, y no me arrepiento de esta decisión.
Gustavo le besa la mano, y Domini apenas puede soportar la náusea. Sus nudillos se ponen blancos bajo la mesa.
— Este es un momento que siempre esperé — declara Gustavo. — Mi hijo y la mujer que amo. Es una dicha.
Domini y Tamara se miran. Sus miradas están llenas de un fuego silencioso que los quema desde adentro, un torbellino de sentimientos encontrados en este instante. Domini ve la estabilidad que él buscaba para ellos, mientras que Tamara, sumergida en los pensamientos, reconoce que sus intentos de iniciar de nuevo, de olvidar su pasado, de intentar olvidarlo, han fracasado al tenerlo frente a ella, ante la peor ironía y los juegos del destino, las señales estaban ahí, esos rasgos físicos de Gustavo, ese hijo distante y alejado, la edad, señales que ella no vio, o no quiso reconocer, porque en el fondo, se sentía cómoda con esta versión del hombre de su vida, que no tiene limitantes ni prohibidos, y que ahora le resulta un mal juego del destino.
La noche continúa con una conversación tensa sobre el trabajo de Domini, sobre la relación supuestamente perfecta entre Gustavo y Tamara, hasta que concluye la cena.
— La cena estuvo excelente — exclama Domini, poniéndose de pie.
— Me alegra, hijo, de que te haya gustado. Tu padre… — comienza Gustavo.
— ¿Y bien? ¿Cuál será la habitación donde me voy a hospedar? — interrumpe Domini, cortante.
Gustavo lo mira sorprendido.
— ¿Hijo, te vas a quedar conmigo?
— Tú me invitaste. Si quieres me voy, no tengo problemas — responde Domini, desafiante.
— ¡No, no, hijo, por favor, quédate! — Se apresura Gustavo. — Quédate todo el tiempo que quieras. Esta es tu casa.
Tamara, que viene de la cocina con el postre, una fuente de cristal llena de fresas y crema, escucha la confirmación. La noticia la golpea con la fuerza de un martillo. Se detiene en seco. El recipiente se desliza de sus manos cayendo al suelo.
El ruido del bol al romperse contra el mármol causa un estruendo que hace levantar a los dos hombres de la silla. Los cristales y el postre se esparcen por el suelo de la entrada.
— Tamara, cariño, ¿Estás bien? — pregunta Gustavo, alarmado.
— Sí, sí, lo siento. Se me resbaló. Lo voy a limpiar. — Tamara se agacha apresuradamente, ignorando los cristales.
— No, déjalo… — dice Gustavo.
— ¡Ah!— Jadea Tamara de dolor.
Tamara se corta la palma de la mano con un fragmento. Lanza un pequeño grito. Domini actúa de inmediato, toma su mano, y la levanta del suelo, ignorando a su padre.
— Déjalo. Que alguien venga a limpiar esto — ordena Domini con voz férrea, alejándola de los restos rotos.
La lleva a la cocina, seguido de cerca por Gustavo, donde pone la mano herida de Tamara bajo el chorro de agua fría.
— Iré por el botiquín — dice Gustavo, inmerso en el momento, ajeno a la tensión eléctrica que se ha instalado entre Tamara y su hijo. Se marcha apresuradamente.
En cuanto los dejan solos, Domini la toma entre sus brazos. La apoya contra su pecho, con una brusquedad posesiva.
— ¿Qué crees que haces? Suéltame, podría venir en cualquier momento.
— ¿Qué demonios crees que estás haciendo? — susurra Domini, furioso, apretándola contra él. — ¿Es esta la vida que querías? ¿Por esto me dejaste? ¿Por el hombre que me jodió la infancia?
— No lo entiendes. Suéltame, Domini, no es el momento. — Ella se resiste, pero siente una familiaridad terrible en su abrazo.
Domini la suelta justo cuando oye los pasos de su padre. Toma un paño limpio y presiona la herida de Tamara, su rostro vuelve a la máscara de frialdad.
— Lamento todo esto. No quise incomodarlos — dice Tamara, sintiéndose atrapada.
— Cariño, no te preocupes por nada. Todo quedó muy bien. Los accidentes pasan. Estás cansada se entiende, después de preparar todo esto. Ve a descansar, yo me encargo de instalar a Domini.
Tamara lo mira con pánico.
— ¿Se va a quedar?
— Sí, cariño — responde Gustavo, con una sonrisa amplia. — Yo lo invité, mi amor. Mi hijo se puede quedar todo el tiempo que quiera.
