2. Esto no es un juego. Es una maldita provocación.

Lo miro, intentando recuperar el control de la situación. Pero es inútil. Javier me observa con esa mezcla insoportable de arrogancia y diversión, como si acabara de ganarse la lotería.

El muy egocéntrico sabe lo que hace.

—No has dicho nada… ¿fue tan malo? —pregunta, inclinando la cabeza con esa sonrisa que grita “sé que te encantó”.

—¿Qué te hace pensar que no estoy procesando tu completa falta de respeto por mi espacio personal? —respondo, cruzándome de brazos. Bien. Postura dura. Todo bajo control.

—Oh, por favor. Vos me besaste de vuelta —dice, acercándose. Me mira como si fuera un enigma que está disfrutando resolver—. Y, te lo digo, me encantó cada segundo.

Otra vez ese tono seguro, ese maldito encanto. Giro los ojos, tratando de mantener la calma.

—No me hiciste ninguna pregunta antes de lanzarte sobre mí, Javier. Si lo hubieras hecho, mi respuesta habría sido un claro no.

Él ríe.

Y, por supuesto, su risa es agradable. Cálida. Como si le pareciera adorable mi intento desesperado de mantenerme indiferente.

—Claro, claro. La típica excusa para no admitir que te dejaste llevar —dice mientras se estira como si fuera dueño del mundo. Después me ofrece la mano—. Vamos, te llevo a casa.

—Puedo caminar sola, gracias —respondo. Sé que no me va a dejar irme sola. Tiene esa insistencia irritante que, en el fondo, me hace sentir segura. Aunque jamás lo admitiría.

Nos quedamos en silencio durante el trayecto. Pero hay algo en el aire. Algo eléctrico. Esa clase de tensión que aparece cuando alguien cruza una línea y ya no hay forma de volver atrás. El silencio es espeso, denso, y yo finjo que no ha pasado nada.

—¿Estás bien? —pregunta, mirándome de reojo mientras conduce.

—Perfectamente. ¿Por qué? —respondo, fingiendo interés en las luces de la ciudad que pasan por la ventanilla.

—No sé… parecías un poco fuera de lugar hace un momento. Quizás no estás acostumbrada a besos tan intensos —bromea.

—¿Intensos? Por favor. He tenido resfriados más intensos que eso —lanzo, con el tono más cínico que tengo a mano. Pero solo logro que se ría otra vez.

—Vaya. Siempre tan ingeniosa, Silvia.

Muerdo mi labio.

Odio cómo dice mi nombre. Lo saborea, lo hace sonar especial cuando claramente no lo es.

Solo soy una escritora medio rota que intenta que un multimillonario encantador y jodidamente persistente no arruine lo poco que le queda de equilibrio mental.

Pero ahí está él. Con esa voz baja. Con esos dedos largos que acarician el volante como si supieran exactamente cómo tocar lo que importa.

Y mi cordura… colgando de un hilo.

Cuando llegamos a mi edificio, me bajo del auto más rápido de lo que él puede reaccionar.

—Gracias por el aventón, Javier. Ya podés volver a tu mansión de oro… o lo que sea —digo, mientras revuelvo mi bolso buscando las llaves.

—¿Sabes? Te haces la dura, pero sé que te gusto —su voz me alcanza desde la vereda. Suave. Segura.

Me giro y lo miro directo. Error. Cometo el error de mirarlo a los ojos.

Y ahí veo esa maldita chispa que tiene. Ese brillo que mezcla desafío y deseo.

—No te hagas ilusiones —digo. Pero el tono me traiciona. Suena menos convencido de lo que debería.

—No hace falta que lo admitas ahora. Dame tiempo —responde, y da un paso. Uno solo. Pero de repente está a un suspiro de distancia.

Su perfume me rodea, caro y adictivo. Su mirada me quema. No necesito palabras para entender que esto no es un simple coqueteo.

—Lo sabes, Silvia. Sabes que algo está pasando entre nosotros.

Muerdo el labio. Me odio por lo que viene después.

La tensión es tan espesa que podría cortarse con un cuchillo.

Una parte de mí quiere salir corriendo.

La otra… quedarse ahí para siempre.

—No sé de qué hablás —digo, girando la cara. Pero él levanta mi mentón con suavidad, obligándome a mirarlo.

—Oh, sí que lo sabes. Te lo dije: no necesitás enamorarte. Yo haré todo el trabajo. Vos solo… dejate llevar.

Lo dice tan bajo, tan cerca, que su aliento me roza los labios. Estoy a nada de cerrar los ojos. A nada de rendirme.

Pero respiro. Un paso atrás. Uno solo. El hechizo se rompe… apenas.

—No me interesa esa clase de juegos —murmuro. Aunque sé que el juego ya empezó.

Su sonrisa es lenta. Peligrosa. Seductora.

—Eso dices ahora, Silvia. Eso dices.

Mi cerebro grita sal de aquí ya mismo, pero mi cuerpo no coopera.

Cada fibra de mí sabe que lo correcto sería cerrar la puerta, olvidarme de él, y seguir con mi vida tranquila.

Pero ahí está Javier. Demasiado cerca. Demasiado atractivo.

Y con esa maldita sonrisa…

Que me hace querer besarlo, o morderle… o ambas cosas.

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