4. ¿Es que me estás siguiendo?
Paso la noche dando vueltas en la cama, peleando con mis propios pensamientos. No puedo sacarlo de la cabeza. Esa forma en la que Javier me mira, como si supiera algo que yo no. Como si fuera solo cuestión de tiempo antes de que termine cayendo rendida a sus pies.
Y, maldita sea, hay una parte de mí que quiere caer.
Pero no.
No pienso dejar que el atractivo, encantador y multimillonario Javier Aranda se cuele en mi vida y la vuelva un caos. Eso es lo que hace. Javier crea caos, y yo ya tengo suficiente con el desastre que es mi carrera como escritora.
Al día siguiente, intento concentrarme en escribir, pero no logro redactar dos frases coherentes.
Cada vez que intento construir un personaje, ese personaje termina pareciéndose a Javier. Sus malditos ojos, su sonrisa burlona, sus manos rozando mi piel... ¡Basta!
—Estás perdiendo la cabeza, Silvia —murmuro, cerrando la laptop con frustración—. Esto tiene que parar.
Decido ir a la cafetería de siempre, mi santuario. Tal vez un cambio de escenario me ayude a escribir.
Pero claro, porque el universo ama reírse de mí, ahí está él.
Javier.
Me ve entrar, levanta una ceja y sonríe como si supiera algo que yo no. Está sentado en una esquina, leyendo tranquilamente el periódico, como si fuera el dueño del maldito mundo.
Lo odio.
Lo odio porque incluso ahora, no puedo evitar sentir esa punzada de atracción.
Respiro hondo. Decido ignorarlo. Camino hacia el mostrador, pido mi café, y me siento en la mesa más alejada posible. Estoy decidida a enfocarme. A seguir con mi vida como si Javier Aranda no fuera un terremoto emocional a punto de arrasar conmigo.
Pero, claro, él no lo deja pasar.
No pasa ni un minuto antes de que aparezca frente a mi mesa, con su sonrisa triunfante.
—¿Es que me estás siguiendo? —le suelto, sin levantar la vista de mi laptop.
—¿Siguiéndote? —Javier suelta una risa baja y se sienta sin pedir permiso—. Yo estaba aquí primero. Parece que vos sos la que no puede mantenerse alejada de mí.
—No te creas tan importante. Es solo una coincidencia —intento sonar indiferente, pero mi tono sale más cortante de lo que esperaba.
—Ya te lo dije antes: no creo en las coincidencias.
Cierro los ojos un segundo, cuento hasta diez mentalmente. Cuando los abro, lo miro con seriedad.
—Mirá, Javier, lo de anoche…
—¿Lo de anoche qué? —se inclina hacia mí, apoyando el codo en la mesa, con esa mirada intensa que me desarma—. ¿Querés olvidarlo? ¿Pretender que no pasó?
—Es lo que haría cualquier persona sensata —respondo, entrecerrando los ojos.
—Afortunadamente, yo no soy sensato. Y, por lo que veo, vos tampoco —me lanza esa sonrisa con una seguridad que me saca de quicio… y me derrite.
—No soy tu proyecto de caridad, Javier. Si pensás que podés “arreglarme” o algo así, estás perdiendo el tiempo.
—Nunca dije que quisiera arreglarte —responde, ahora más serio—. Me gustás tal como sos. Con todo y tu sarcasmo, tus barreras… y ese miedo que llevás encima.
Lo miro, sorprendida por su franqueza. No sé si está jugando o si realmente lo dice en serio. Hay algo en su voz que me descoloca. Algo que no encaja con el Javier arrogante y superficial que yo creo conocer.
—No sabes nada de mí —respondo, pero suena débil. Incluso yo lo noto. No tengo fuerza para discutir más.
—Entonces dejame conocerte —dice en voz baja, con una intensidad que me hace estremecer—. ¿Qué es lo peor que puede pasar?
Suelto una risa irónica, sacudo la cabeza.
—¿Lo peor? Que te hartes de mí cuando te des cuenta de que no soy el tipo de mujer que encaja en tu mundo perfecto.
—¿Mi mundo perfecto? —Javier suelta una risa breve, sin humor—. Créeme, Silvia, mi vida no es tan perfecta como pensás.
Lo miro, desconcertada. Por primera vez, veo algo en sus ojos que no es seguridad ni diversión. Es algo más profundo, casi vulnerable… pero desaparece tan rápido como aparece.
—Dejame invitarte a cenar —dice de repente, cambiando de tono, como si esa pequeña grieta en su coraza nunca hubiera existido—. Sin presiones. Sin expectativas. Solo… una cena. ¿Qué dices?
Lo miro, tratando de leer entre líneas. Sé que aceptar una cena con Javier Aranda no es tan simple como suena. Nada con él lo es.
Pero ahí está. Con esa maldita sonrisa. Con esos ojos brillando, como si supiera que ya tomé una decisión, aunque todavía no quiera admitirlo.
Suspiro.
Estoy loca. Definitivamente.
—Está bien. Una cena. Solo una —digo, levantando un dedo, firme—. Y no te hagas ilusiones, eh.
Javier sonríe, como si acabara de ganar una batalla.
—¿A las ocho? —pregunta, poniéndose de pie con esa energía arrolladora que parece imposible de esquivar.
—A las ocho —confirmo, sin mirarlo.
Y mientras lo veo alejarse, no puedo evitar pensar que, después de tanto tiempo… tengo miedo.
Miedo de lo que estoy a punto de descubrir.
De él.
Y de mí.




























