5. No quiero impresionarte (pero igual lo hago)

Cuando llego a casa, la idea de la cena con Javier se instala en mi cabeza como una pequeña bomba de tiempo. No puedo concentrarme en nada. Abro la laptop, escribo una frase, y luego borro cinco. Intento leer, pero cada palabra me recuerda su voz, su sonrisa, y la sensación de su mano rozando la mía.

A las siete y media, estoy parada frente al armario, mirando la ropa como si fuera a tomar la decisión más importante de mi vida. ¿Qué demonios me pongo para una cena con Javier Aranda? Nada en mi closet dice “no estoy interesada pero tampoco quiero que pienses que soy una desaliñada”.

Me pruebo tres outfits diferentes, maldiciendo en silencio. ¿Qué más da lo que me ponga? Seguro él aparece con otro de sus trajes a medida, oliendo a éxito y poder, mientras yo me debato entre parecer casual o demasiado interesada.

Al final, opto por algo simple: un vestido negro ajustado, pero no demasiado revelador, y unos botines. Llevo el cabello suelto, porque sé que a él le gusta así, aunque nunca lo admitiría. Cuando termino, me miro en el espejo y casi me río. Una cena, Silvia. No es una entrevista de trabajo ni una cita con el presidente.

—¿A quién querés impresionar, Silvia? —le murmuro al reflejo.

Pero ya sé la respuesta. Y no me gusta admitirla.

A las ocho en punto, justo cuando doy vueltas nerviosa por mi sala, suena el timbre. Tomo un profundo respiro antes de abrir la puerta, lista para cualquier cosa. Bueno, eso creo.

Javier está apoyado en el marco, con las manos en los bolsillos de su chaqueta perfectamente cortada. Lo adiviné: traje a medida. Pero no es el típico traje aburrido. Es de un azul oscuro, casi negro, y su camisa blanca, ligeramente desabotonada, le da un aire de despreocupada sofisticación. Parece sacado de una película.

—Vaya, estás… —empieza a decir con una sonrisa, pero lo interrumpo.

—No me lo digas. —Cierro la puerta tras de mí, sintiendo mi corazón latir con fuerza—. No quiero tus halagos de millonario encantador esta noche, Aranda.

Él ríe suavemente y me ofrece su brazo.

—Como desees. Solo me limito a decir que estás más que perfecta.

Entorno los ojos, pero no puedo evitar que una sonrisa se asome en mis labios. Caminamos hacia su auto, un deportivo negro brillante que parece recién salido de una revista de lujo. Claro, pienso. ¿Qué más podía esperar?

Durante el trayecto, intento no mirarlo demasiado, pero Javier se ve tranquilo. Su mano descansa casualmente sobre el volante y, de vez en cuando, me lanza una mirada rápida, como si disfrutara de mi incomodidad.

Cada vez que me mira de reojo, siento un calor que sube lento por el cuello. Lo odio.

Odio que me conozca tan bien.

Llegamos a un restaurante en una zona elegante de la ciudad, uno de esos lugares a los que jamás iría por mi cuenta. Javier baja primero y, antes de que pueda abrir mi puerta, él ya está ahí para hacerlo.

—¿Siempre tan caballeroso? —digo con sarcasmo, mientras él me ofrece la mano.

—Solo con las mujeres que me desafían constantemente. —Su respuesta es tan natural, tan encantadora, que tengo que tragar el nudo en la garganta.

Entramos en el restaurante, y nos reciben como si Javier fuera la realeza. La anfitriona nos conduce directamente a una mesa privada en la terraza, con una vista impresionante de la ciudad. Esto es demasiado. Pero al mismo tiempo, no puedo evitar sentirme un poco deslumbrada.

Nos sentamos, y mientras revisamos el menú, Javier me lanza una de esas miradas intensas, como si pudiera ver a través de mis pensamientos.

—No entiendo por qué te esforzás tanto en resistirte a esto, Silvia —dice, sin levantar la vista del menú—. Claramente sentís lo mismo que yo.

—¿De qué estás hablando? —respondo, tratando de sonar indiferente.

—De esto. De nosotros. —Deja el menú a un lado y me mira directamente a los ojos—. Hay algo acá, y no podés negarlo.

Me quedo callada un segundo, sin saber qué decir. Claro que hay algo. Lo siento en cada mirada, cada palabra. Pero admitirlo sería rendirme, y no estoy lista para eso.

—No sé qué te hace pensar que Sabes lo que siento. —Tomo un sorbo de agua, esperando que mi tono suene más firme de lo que realmente es.

—Porque te lo veo en los ojos. —Se inclina un poco hacia adelante, apoyando los codos en la mesa—. No necesitás decírmelo. Lo veo cada vez que me mirás como si quisieras salir corriendo pero no podés moverte.

Y no se está equivocando. Porque, aunque odio admitirlo, cada vez que él se acerca, mi cuerpo se congela.

No por miedo. Por todo lo contrario.

Abro la boca para decir algo, para defenderme, pero las palabras no salen. Maldito Javier. Siempre logra desarmarme, como si pudiera ver más allá de las barreras que tanto me esfuerzo por construir.

—No estoy huyendo de nada —digo, cruzando los brazos frente a mí como si eso fuera a protegerme.

—Oh, claro que lo estás. —Javier sonríe, pero no es una sonrisa burlona. Es suave, casi comprensiva—. Y está bien. Podés seguir huyendo todo lo que quieras. Pero tarde o temprano vas a tener que enfrentarlo.

—¿Enfrentar qué? —pregunto, ya frustrada.

—A vos misma —responde en un susurro, y por primera vez en toda la noche, su voz no está llena de seguridad. Está cargada de algo más. Algo que me hace estremecerme.

Y entonces lo entiendo. No se trata solo de él. Se trata de mí. Del miedo a abrirme, a dejar que alguien vea mis vulnerabilidades, a dejarme llevar por algo más grande que yo. Y eso me aterra.

Pero también… me atrae.

Nos quedamos en silencio por unos minutos, mientras los meseros traen la comida. La tensión sigue en el aire, pero no es incómoda. Es como si ambos estuviéramos esperando el momento adecuado para hablar de verdad.

Respiro hondo y lo miro.

—Tal vez… tal vez tenés razón.

Su sonrisa es lenta, suave, como si hubiera estado esperando ese momento.

—Sabía que lo ibas a admitir tarde o temprano.

Ruedo los ojos, pero esta vez no puedo contener la risa.

—Solo no te hagas ilusiones.

Pero incluso mientras lo digo, ya sé que las ilusiones están empezando a hacerse solas.

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