6. No siempre. Pero me esfuerzo.
Javier se recuesta en su silla, disfrutando de mi pequeño momento de rendición. Su sonrisa, esa que normalmente me saca de quicio, esta vez solo me hace sonreír. Es imposible no sentirse atrapada en su encanto cuando ni siquiera está intentando impresionar.
—¿Ilusiones, yo? —dice con una risa suave—. ¿Qué clase de hombre creés que soy?
—El tipo de hombre que está acostumbrado a ganar —respondo, sin dejar de mirarlo.
—No siempre. Pero me esfuerzo —su voz tiene esa seguridad natural, como si el fracaso no fuera una opción en su mundo.
La cena continúa con una calma sorprendente. Hablamos de cosas triviales: de libros, de música, incluso de películas. Es una conversación ligera, sin la tensión que normalmente hay entre nosotros. Cada tanto, él deja caer un comentario astuto, uno que provoca que mi estómago dé un pequeño vuelco. Pero yo me defiendo con mi propio sarcasmo, y para mi sorpresa, Javier parece disfrutar cada réplica.
Después del postre, cuando ya estamos más relajados, apoya los codos en la mesa y me mira con esa intensidad a la que ya empiezo a acostumbrarme.
—Deberíamos hacer esto más seguido —dice, como si fuera una obviedad.
—¿Hacer qué? —pregunto, fingiendo inocencia.
—Salir a cenar. Disfrutar de la compañía del otro sin ponernos a la defensiva —sus ojos brillan con esa chispa juguetona que conozco bien.
—¿Ah, sí? —lo miro, entrecerrando los ojos—. ¿Y quién te dice que disfruté de tu compañía?
Javier ríe, esa risa baja que parece venir desde lo más profundo, y me lanza una mirada como si acabara de ganar una pequeña batalla.
—Silvia, si no estuvieras disfrutando, no estarías acá. Podrías haberte ido en cualquier momento.
Me quedo en silencio. Toca un punto sensible. Tiene razón, aunque me duela admitirlo. Podría haber inventado alguna excusa, haber fingido un malestar repentino, cualquier cosa para huir. Pero no lo hice.
—Tenés una extraña manera de hacer que la gente te soporte —digo, rodando los ojos.
—Lo voy a tomar como un cumplido —sonríe, y por un momento, el ambiente se suaviza. No hay juegos, no hay tensiones. Solo nosotros.
Salimos del restaurante y él me lleva de vuelta a su auto. La noche está fresca, con una suave brisa que mueve mi cabello, y mientras caminamos hacia el coche, Javier toma mi mano con total naturalidad. Es un gesto tan simple, pero cargado de algo más. No protesto, aunque mi mente me grita que lo suelte. Hay algo reconfortante en ese contacto, algo que me hace sentir segura, incluso sabiendo que probablemente es una mala idea.
Cuando llegamos a mi edificio, él apaga el motor, pero ninguno de los dos se mueve. Nos quedamos sentados en silencio, mirándonos. La noche nos envuelve, y el ruido de la ciudad parece lejano, como si estuviéramos en una burbuja solo para nosotros.
—Javier… —empiezo, sin saber muy bien qué quiero decir.
—Lo sé —me interrumpe, su voz suave, como si ya hubiera anticipado mis pensamientos.
—¿Qué Sabes? —pregunto, frunciendo el ceño.
—Sé que tenés miedo. Y sé que no querés sentir lo que estás sintiendo ahora —su mano todavía está sobre la mía, cálida y segura—. Pero no tenés que tomar ninguna decisión esta noche.
Lo miro, sorprendida por lo fácil que hace sonar todo. Como si fuera algo simple. Como si enamorarse de él no fuera una catástrofe.
—No sé si esto va a funcionar, Javier. Somos demasiado diferentes —suelto las palabras de golpe, sin filtro, porque es la verdad. Somos polos opuestos, dos mundos que no encajan.
—¿Y quién dice que eso es algo malo? —Javier entrecierra los ojos, pensativo—. A veces las cosas más interesantes surgen de las diferencias.
Suspiro, mirando hacia otro lado. Sé que estoy buscando excusas, buscando alguna razón para ponerle fin antes de que empiece. Pero cuando lo miro, cuando siento su mano sobre la mía, todo lo que quiero es dejarme llevar. Aunque sé que hay muchas probabilidades de que esto termine en desastre.
—No soy una de tus conquistas, Javier —digo, mirándolo fijamente—. No voy a dejar que juegues conmigo.
Él me sostiene la mirada, su expresión seria, más sincera de lo que le he visto antes.
—No quiero jugar con vos, Silvia. Y, para ser honesto, no sos como ninguna otra mujer con la que haya estado. Me desafiás, me haces pensar. No quiero que esto sea un juego.
Mi corazón late con fuerza, pero no por miedo. Por algo más. Algo que no quiero admitir.
—Entonces, ¿qué querés? —pregunto en voz baja, casi temiendo la respuesta.
—Quiero conocerte. Quiero saber qué pasa por tu cabeza cuando te quedás en silencio. Quiero saber qué te hace reír de verdad —su voz es suave, pero cargada de una intensidad que me deja sin aliento—. Y, si me dejás, quiero intentarlo.
Me quedo en silencio. ¿Intentarlo? Nunca pensé que Javier Aranda, el hombre que puede tenerlo todo, diría esas palabras. Y menos a mí. Pero ahí está, esperando mi respuesta. Sin presionar. Sin demandar. Solo esperando.
—Voy a pensarlo —digo, porque esa es la verdad. Necesito tiempo.
Javier sonríe, como si eso fuera más que suficiente para él. Luego se inclina ligeramente, sus labios rozan mi mejilla en un gesto casi inocente, pero que me deja temblando.
—Tomate todo el tiempo que necesites —susurra antes de apartarse.
Lo veo alejarse, y mientras subo a mi departamento, me doy cuenta de que ya estoy demasiado involucrada.
Pero…
¿Sabes qué?
Ya no me importa.




























