8. Rendirme nunca se sintió tan bien.
Intento aferrarme a mi rutina, hacer como si nada hubiera cambiado… pero Javier se mete en cada rincón de mi vida. No puedo evitarlo. O quizás no quiero.
No es solo lo atento que es, ni los detalles perfectamente calculados para desarmarme. Es cómo logra que me olvide de mis propias barreras, de las inseguridades que me persiguen desde siempre. Cuando estamos juntos, todo se mezcla: las risas, la tensión, las conversaciones que me dejan desnuda emocionalmente. Se va colando dentro de mí, suave, persistente, inevitable.
Una noche, después de pasar la tarde en su oficina —él trabajando, yo intentando escribir algo que no hable de él—, me invita a quedarme en su casa. Su departamento es lo que imaginaba: moderno, elegante, con una vista de la ciudad que corta el aliento. Pero hay algo más. Algo que no esperaba.
—No pensé que fuera tan… acogedor —le digo mientras recorro con la mirada los libros, las fotos, las piezas de arte. Nada grita “millonario”. Todo grita “él”.
—¿Esperabas un trono de oro y una fuente en el salón? —bromea, quitándose la chaqueta.
—Tal vez algo más frío. Pero esto es… —sonrío—. Sorprendentemente normal.
Él se acerca. La distancia entre nosotros se evapora. El aire se espesa. Otra vez esa tensión, esa electricidad que nos rodea como una promesa.
—Quizás te sorprenderías de lo normal que soy —dice, bajando la voz, mirándome tan de cerca que me cuesta respirar.
—No sé si alguna vez podrías ser completamente normal —respondo, el corazón al galope—. Siempre hay algo en vos que… destaca.
—¿Y eso es malo? —Sus dedos rozan mi mejilla. Mi piel arde.
—No dije que fuera malo —susurro, con la mirada atrapada en la suya.
Todo cambia en un segundo. La atmósfera se vuelve más densa. Estoy a punto de rendirme en sus brazos.
Javier inclina la cabeza. Siento su aliento rozar mi piel. Su mano baja a mi cintura. Me atrae hacia él con una suavidad que contradice la intensidad en sus ojos. Me tiembla la respiración. Sé lo que viene. Lo quiero, maldita sea, lo deseo.
—Silvia… —murmura, su voz es pura hambre contenida.
No me alejo. Ya no. Levanto la cara y lo beso.
Su boca encuentra la mía como si lo hubiéramos estado esperando desde el primer día. El beso es urgente, profundo, descontrolado. Mis manos recorren su espalda, él me estrecha contra su cuerpo. Nos buscamos con una necesidad que arde desde adentro. Es deseo, y a la vez algo más profundo , algo que me asusta y me atrae a partes iguales.
Nos separamos solo un instante, jadeando. Sus ojos se clavan en los míos.
—Esto no es solo un juego para mí —dice, acariciando mi rostro—. Nunca lo fue.
No puedo mentirle. No ahora.
—Lo sé —respondo, mis dedos aferrados a su camisa—. Y creo que ya no quiero resistirme más.
Él sonríe, despacio. Como si acabara de escuchar las palabras que esperaba. Me vuelve a besar. Esta vez es más lento. Más cargado de significado. Como si estuviéramos sellando algo que ya no tiene vuelta atrás.
Nos dejamos llevar al deseo. A lo que sentimos. Esta noche estamos juntos. Javier y yo. Su respiración cerca de la mía, su piel cálida rozando la mía, como si nos buscáramos con la urgencia de quien ha esperado demasiado.
No hay palabras, solo el sonido húmedo de un beso largo, lento, que me deja sin aire.
Él me mira como si pudiera verme de verdad. Como si, al posar los ojos sobre mí, desnudara más que mi cuerpo: mis dudas, mis miedos, mis contradicciones.
Sus dedos recorren mis espalda, despacio, como si trazara un mapa secreto que ya conociera, como si no necesitara permiso. Como si yo fuera suya, pero no en el sentido de pertenencia… sino en el de intimidad. En ese vértigo de saber que alguien te sostiene incluso cuando te perdés.
Mi espalda se arquea apenas cuando su boca baja por mi cuello, dejando un rastro de calor húmedo y estremecimientos. El roce de su lengua detrás de mi oreja hace que se me escape un suspiro que intento ahogar entre dientes, pero él sonríe. Lo nota. Le gusta.
Sus manos llegan a mis pechos, las acaricia como si no tuviera apuro. Como si le encantara descubrirme centímetro a centímetro, rozándome apenas con la yema de los dedos. Como si supiera que cada caricia suave es una forma más efectiva de encenderme que la urgencia torpe.
—Estás temblando —susurra contra mi clavícula, y su voz es un roce más, como una caricia nueva que me recorre por dentro.
—Estoy excitada —le contesto, y él me besa como si eso fuera una confirmación.
Me desnudo completamente, y él se deshace de su ropa.
Me lleva en brazos a su cama.
Ahí, tendida en sus suaves sábanas, me siento arder de pasión, sus ojos brillan, hipnóticos, mirándome con ansias, con hambre de sentirme, con su miembro grueso, erecto, deseoso, viene a mi. Mi cuerpo lo busca, me aferro a su espalda con las piernas y con las manos, y lo siento encima, fuerte. Su delicioso pene va entrando en mi palpitante y humedecida concha, y jadeo, se mueve como si supiera cuándo apretar y cuándo soltar. Cuándo decir mi nombre en voz baja y cuándo quedarse en silencio.
Introduce su lengua en mi boca, buscando la mía. Sus fuertes brazos, , mientras sus brazos se apoderan de mis tetas, y en medio de esa entrega, mientras me rindo a él, mientras nuestros cuerpos se confunden, mientras me fundo en cada beso, en cada gemido que me muerde desde adentro, me doy cuenta de algo que me golpea en lo más profundo:
Tal vez Javier Aranda es exactamente lo que necesito.
Alguien que me desnude más allá del cuerpo, y me haga sentir eso que había olvidado: que merezco ser tocada con deseo.
Después, cuando la ciudad brilla a través del ventanal y él me abraza, todo está en silencio. No decimos nada. No hace falta.
—¿Te arrepentís de darme una oportunidad? —pregunta, rozando mi frente con los labios.
—No —respondo con una sonrisa en la oscuridad, acurrucándome contra su pecho—. Creo que por fin hice algo bien.
Y mientras me dejo llevar por el sueño, abrazada a él, me siento tal maravillosamente bien, que creo estar en el paraiso.




























