Una promesa de venganza
—No dejes que ese hombre viva tranquilo… —susurró la mujer, aferrando la mano de la chica con sus últimas fuerzas— Ricardo Montenegro destruyó a tu padre. Lo humilló, lo dejó sin nada. Por eso se lanzó de ese puente.
Su voz se quebró, y sus ojos se cerraron para siempre.
Camila Ortega tenía doce años cuando sepultó a su madre, y diez años después, estaba de vuelta en Ciudad Sol, la ciudad donde había empezado todo, con un pasaporte nuevo, un nombre falso y un plan que podía costarle la vida.
Ya no era la niña que lloraba mientras se escondía, se había convertido en una mujer que sabía cómo usar su belleza para conseguir lo que deseaba, sus curvas hacían que los hombres la observaran, donde quiera que fuera.
No tenía un solo peso en el bolsillo, su ropa era prestada, y usaba joyas falsas que había elegido cuidadosamente para que pareciera que valían millones. Ya no era Camila Ortega, ahora era Camila Soler, una inversionista rica y caprichosa, se sentía fuerte, jodidamente poderosa, aunque en el fondo sólo tenía una maleta, y un plan arriesgado.
Llevaba todos esos años estudiando a Ricardo Montenegro como si fuera su presa. Sabía todo sobre él, sus negocios inmobiliarios, sus “proyectos benéficos” llenos de fraudes, sus amantes jóvenes que cambiaba como autos de lujo, tenía sesenta años, pero el dinero y el poder lo hacían parecer más joven, tenía el cabello plateado, y una sonrisa falsa que engañaba a todos menos a ella.
Él había destruido a su padre, empujándolo a la ruina y después a la muerte. Había matado lentamente a su madre, entre pobreza y dolor. Y ella iba a devolvérselo todo con intereses, su plan era claro: acercarme, seducirlo, destruirlo. No había lugar para errores, porque Ricardo no era de los que perdonaban.
El avión se sacudió al aterrizar, sacándola de sus pensamientos, sintió un nudo en el estómago, pero no era miedo, era rabia.
El chofer llegó puntual para recogerla en el aeropuerto, no trabajaba para ella, si no para un viejo amigo de su padre.
—Señorita Soler —le dijo cortésmente al abrir la puerta de la camioneta negra con vidrios polarizados.
—Gracias, Jorge —respondió con una sonrisa dulce, mientras se acomodaba dentro.
Observó la ciudad pasar a través de la ventanilla, pensando en todo lo que el poder había logrado para ese hombre, Ricardo Montenegro se había convertido en una especie de Dios, controlaba medios, bancos, constructoras, políticos. Su sombra era tan larga que mucha gente prefería no pronunciar su nombre por temor de que los aplastara. Pero Camila no tenía miedo.
Ese maldito había arruinado a su padre, lo dejó en la calle. Y cuando intentó defenderse, cuando quiso llevarlo a juicio, Ricardo lo aplastó con una demanda falsa y una campaña de desprestigio que le costó la reputación y, finalmente, la vida.
Su padre se tiró de un puente, y su madre murió, con los pulmones destruidos por el cáncer y el corazón roto por la tristeza.
Así que no, no era nervios lo que sentía, era una inmensa furia.
Días después, el amigo de su padre le consiguió una invitación a una recepción de la fundación de Ricardo, no era la gran gala, pero bastaba para entrar en su radar, se puso un vestido negro, ajustado, que la hacía ver seductora, pero elegante, lo bastante provocadora para que él la mirara.
— Aquí vamos —susurró frente al espejo, satisfecha con su imagen.
Llegó a la recepción de la fundación Montenegro justo cuando empezaba el cóctel, en el momento exacto para que todas las miradas se giraran hacia ella.
El vestido ajustado marcaba sus curvas, y sus labios rojos contrastaban con su piel clara, caminó con seguridad, tomó una copa de champaña y observó el ambiente sin apuro.
Y entonces lo vio.
Ahí estaba Ricardo Montenegro, con su porte arrogante, vestía un elegante traje gris, sonreía en medio de un grupo de personas, con ese aire de hombre que cree que el mundo se le debe por el simple hecho de existir.
No fue hacia él enseguida, lo dejó que la observará, que se interesara, poco después se acercó, fingiendo saludar a alguien, y cuando sus ojos se encontraron con los de ella, le dió su mejor sonrisa.
—¿Y tú eres...? —preguntó él, con la copa en la mano, cuando ella se acercó a saludarlo. Su voz era suave, pero sus ojos devoraban su escote con hambre.
— Señor Montenegro, qué gusto —dijo, extendiendo la mano— soy Camila Soler.
— Vaya, Camila —dijo él, mirándola de arriba abajo, con un brillo lascivo en los ojos— no te había visto antes. ¿De dónde sales?
— He estado viajando, he leído mucho sobre usted, aunque debo confesarle que no todo ha sido bueno—contestó con una risita seductora, en su mente, la rabia explotaba: "Bastardo, si supieras cuánto te odio. Te voy a hacer pagar por cada lágrima de mi madre”.
Él alzó una ceja, divertido, pero su pensamiento era puro deseo: "Me encanta cómo me desafía, la haré mía."
—Me encantan las mujeres que no temen decir lo que piensan —replicó él, acercándose un poco más, aspirando su dulce fragancia.
—Y a mí, los hombres que no temen que una mujer piense —contraatacó ella, sin bajar la mirada. Su pulso acelerado era de ira, no de atracción. "Sigue mordiendo el anzuelo, idiota."
A los diez minutos ya estaban hablando como viejos conocidos, él casi la desnudaba con la mirada, mientras ella alimentaba su ego elogiando su fundación, y mencionando contactos falsos en Europa, hablando sobre inversiones que sonaban reales, y él se lo tragó todo, a Camila tan solo le bastaron unas cuantas sonrisas para que mordiera el anzuelo.
— Eres una sorpresa, Camila —dijo, bajando la voz— no hay muchas como tú.
— Y no hay muchos como usted —mintió, sonriendo.
Antes de irse, él le dio su tarjeta y una invitación a su gran gala benéfica.
— No acepto un no —dijo, colocando una mano en su brazo— quiero verte ahí —Camila sintió repulsión, pero tuvo que soportarlo.
— No me lo perdería —respondió, rozando su mano al tomar la tarjeta.
Los días siguientes fueron una locura, consiguió un vestido rojo que era puro fuego, prestado por su amiga Daniela.
— Ten cuidado, Cami —le dijo, preocupada, mientras le entregaba el vestido— ese hombre no es un juego.
— Todo es un juego, Dani —contestó, mirándose en el espejo— y yo siempre gano.
La noche de la gala, el Hotel Imperial brillaba como todo un palacio, Camila entró, y las miradas enseguida se clavaron en ella, los susurros también. ¿Quién es ella? Preguntaban, pues se movía con total seguridad por el lugar, pero su cabeza estaba en Ricardo.
— Ahí estás —dijo él, cruzando el salón hacia ella, tomándola por el brazo con total confianza— ven, quiero presentarte.
— Estoy lista —contestó, con una sonrisa.
— Damas y caballeros —anunció Ricardo, alzando la voz— esta es Camila Soler, mi amiga especial —anunció, sintiendo que ya le pertenecía.
La palabra “especial” hizo que todos murmuraran, ella sonrió, inclinando la cabeza, mientras Ricardo la paseaba por el salón, presentándola a sus socios, Camila sentía que cada apretón de manos era un paso más cerca de su venganza.



























