Bajo el mismo techo

Alejandro salió del departamento de Camila respirando agitadamente, no quería mirarla más, no quería pensar más en ella, cerró la puerta con fuerza, sintiendo que si se quedaba un segundo más ahí, no podría contenerse.

Bajó por las escaleras del edificio sin esperar el ascensor, al salir encendió un cigarro, había ido ahí a advertirle, y no sabía por qué demonios se había quedado tanto tiempo, ni por qué la forma en que lo había mirado lo tenía tan… jodido.

Se subió a su coche y arrancó para alejarse.

A la mañana siguiente Ricardo llamó a Camila por teléfono, ella se sorprendió al escucharlo.

—Hoy te mudas a la mansión, quiero que empieces a familiarizarte con la casa y el personal —había tomado la decisión por la noche.

Camila parpadeó, sorprendida.

—¿Mudarme? —Preguntó, había un leve temblor en su voz, no se esperaba aquello.

Exacto, no voy a discutirlo, vivirás aquí en la mansión a partir de hoy, tienes que acostumbrarte —su voz no admitía réplica— y tendrás autoridad para organizar lo que creas necesario, se hará lo que tu gustes y creas conveniente.

Ella no preguntó más por qué, sabía que discutir con él era inútil.

—Está bien, pero quiero mi espacio —no lo quería todo el tiemppo acosandola.

Ricardo se rió.

—Tendrás todo el espacio que quieras —pensaba complacerla hasta tenerla por completo entre sus manos, Camila era inteligente, y eso le agradaba, las mujeres de sus socios, la mayoría eran jóvenes y bellas, pero demasiado tontas como para que participaran en los negocios.

Ella apretó los labios, sabía que Ricardo Montenegro no era de los que hacían propuestas, sino de los que daban órdenes.

Cuando Camila llegó a la mansión, estaba lloviendo, el portón se abrió lentamente, revelando la inmensidad del lugar. Los jardines parecían recién podados, lucían impecables, y la construcción tenía un diseño antiguo, pero con algunos detalles modernos, un mayordomo de traje oscuro salió a recibirla, abriendo su paraguas para cubrirla mientras la guiaba hasta la entrada principal.

—Bienvenida a casa, Camila —dijo Ricardo, que la esperaba en la puerta del vestíbulo, con una gran sonrisa.

Ella lo miró, fingiendo una sonrisa.

—Es... impresionante —respondió, en un tono meloso ocultando el odio que estaba sintiendo.

Por dentro, quería escupirle, esa mansión era un despliegue obsceno de riqueza, las lámparas de cristal destellaban como diamantes, con muebles que costaban más que la vida de su padre, recordó todo lo que había pasado, su madre murió porque no tenían dinero para los medicamentos, mientras este hombre decoraba su casa con cosas inútiles.

Dentro del vestíbulo, había un grupo de empleados formados a los lados: cocineras, mucamas, jardineros, todos miraban con discresión y curiosidad a la mujer que ahora sería su nueva “jefa”.

—Escúchenme —dijo Ricardo— desde hoy, Camila vivirá aquí. Quiero que la traten con el mismo respeto que a mí. Ella decidirá y ordenará lo que crea necesario, si ella lo ordena, se hace, no esperen a que yo lo autorice, de las cosas de la casa será ella quien se encargue.

Los empleados se sorprendieron, pero nadie se atrevió a decir nada, Ricardo solía ser muy violento cuando se le cuestionaba algo.

Arriba, recargado contra la baranda de la escalera, Alejandro observaba la escena con los brazos cruzados. Su expresión era de incredulidad. ¿Qué demonios estaba haciendo su padre? ¿Le daría autoridad a una extraña sobre la casa? ¿Acaso lo había tomado en cuenta para hacerlo?

No esperó a que terminara la presentación. Su voz se escuchó furiosa desde lo alto:

—¿Estás bromeando, verdad? No puedes estar hablando en serio.

Todos levantaron la vista. Ricardo se giró despacio, sin mostrar sorpresa.

—Baja, Alejandro —ordenó Ricardo.

—No —contestó él, con un tono afilado— no voy a aplaudir esta locura. ¿Quién es ella para venir aquí y dar órdenes?

Camila se le quedó viendo, tranquila.

—Es suficiente —dijo Ricardo— ella se encargará de ciertas cosas en la casa, fin del asunto.

—No es “fin del asunto” —Alejandro bajó los escalones con prisa— no pienso vivir bajo el mismo techo que…

—¿Que qué? —lo interrumpió su padre.

Alejandro apretó la mandíbula. No quería decir lo que realmente pensaba delante de todos.

—Que una desconocida tenga más poder que yo aquí.

—No se trata de poder —replicó Ricardo, con ese tono frío que usaba cuando no pensaba ceder— se trata de confianza. Y yo confío en ella, pronto será mi esposa, y tienes que acostumbrarte.

Ese “confío en ella” fue como gasolina sobre fuego. Alejandro lanzó una carcajada sarcástica.

—¿Confías en ella? No sabes nada de esta mujer.

—Sé lo suficiente —siseó Ricardo— y no voy a repetirlo.

El ambiente se había tornado pesado, los empleados se removían incómodos. Camila, sin apartar la vista de Alejandro, sonrió ligeramente, esa sonrisa parecía decir “me encanta que te moleste”.

Alejandro lo notó y eso solo empeoró su humor.

—Perfecto —dijo con sarcasmo— entonces que la nueva reina disfrute de su palacio.

Se dio la vuelta y salió de la sala.

Ricardo pidió a Camila que lo siguiera, subieron las escaleras hasta la planta alta.

—Tendrás tu propia habitación —dijo Ricardo, deteniéndose frente a una puerta de madera tallada— por ahora, no quiero apresurar las cosas —dijo, a pesar de que se la comía con la mirada, Camila respiró aliviada, ya había ensayado algunos cuantos pretextos para alejarlo, pero decidió molestarlo.

—¿Y cuándo decidirás apresurarlas? —preguntó, coquetamente —quería saber qué podría esperar de ese hombre.

Ricardo se rió.

—Paciencia, pequeña, todo a su tiempo.

Ella asintió, él se retiró para darle espacio y que se instalará cómodamente, Camila entró en la habitación, era grande, los muebles de diseño antiguo, lujosos, por un momento sintió que no debería estar ahí, pero cambió al recordar a sus padres.

El resto del día Camila recorrió la mansión con el mayordomo, aprendiendo quién era quién, dónde estaba cada cosa. La casa era un laberinto de pasillos, salones y habitaciones, ella saludaba con cortesía a todos, pensando si se encontraría en algún momento con Alejandro.

Él se mantenía encerrado en su ala privada, aunque no podía evitar escuchar de lejos la voz de ella dando instrucciones o hablando con el personal.

Por la noche, una tormenta eléctrica sacudía los ventanales.

Camila no podía dormir, bajó a la cocina buscando algo caliente que la relajara, una luz tenue iluminaba la estancia, no pensó encontrarse a nadie, hasta que lo vio.

Alejandro estaba allí, recargado contra la encimera, con un vaso en la mano, con la camisa medio desabotonada, y el cabello desordenado.

—Qué sorpresa —murmuró él— la nueva dueña de casa en pijama.

—No sabía que la cocina era de tu propiedad —replicó ella, abriendo un armario.

—No lo es, pero tampoco es tuya.

Camila se volvió hacia él, desafiante.

—Entonces tendremos que compartir.

Él dio un paso hacia ella.

—No juegues conmigo, Camila —dijo en un tono bajo, desafiante.

—¿Y por qué no? —susurró ella.

Ella también dio un paso hacia él, hasta que pudo sentir su respiración. Por un instante, todo se congeló, él acercó su boca a la de ella, pero, justo cuando pensó que iba a besarla, él se apartó.

—No tienes idea del tipo de hombre que soy —dijo, y salió, dejándola sola.

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