Capítulo 2 Capítulo 2: Celos que queman.
POV Elena.
A la 13:30 bajo al bar de la esquina, el único sitio donde puedo respirar. Marcos ya está esperándome en nuestra mesa de siempre, con dos cervezas y dos bocadillos de jamón.
Mi mejor amigo desde los doce años. El único que lo sabe todo.
Me siento frente a él, cojo la cerveza y doy un trago largo.
—Cuéntame —dice sin saludar siquiera.
—Otra vez —susurro, y se me rompe la voz—. Anoche soñé con él. Con el sótano. Y esta mañana… en su despacho. Antes de las nueve y media.
Marcos suspira, se pasa la mano por el pelo rubio y me mira con esos ojos verdes que siempre me han entendido todo.
—Elena, cariño… esto ya no es un desliz. Esto es una relación completa. Prohibida, tóxica y destructiva, pero relación, al fin y al cabo.
—No me digas eso —suplico—. No puedo quererlo, Marcos. Es mi padrastro. Está casado con mi madre.
—Y tú estás enamorada hasta los huesos —termina él por mí—. Lo veo en tu cara. Lo veo en cómo tiemblas cuando hablas de él. Lena, estás jodida de verdad.
Me echo a llorar sin poder evitarlo. Marcos me coge la mano por encima de la mesa.
—Tienes que parar. Ahora. Antes de que alguien os pille. Antes de que tu madre lo descubra. Antes de que te destroce la vida.
—No puedo —lloro—. Cada vez que lo intento, él me mira y… caigo otra vez.
—Entonces haz una cosa por mí —dice muy serio—. La próxima vez que te llame al despacho, que te mande un mensaje, que te toque, aunque sea un segundo… piensa en tu madre entrando por esa puerta y viéndolo todo. Piensa en su cara. Y dime si vale la pena destrozarla.
Me quedo callada. Porque sé que tiene razón. Y porque sé que, aun sabiéndolo, mañana volveré a caer.
Porque ya no soy dueña de mí misma.
Soy de Alexander. Y eso me está matando.
**
Salgo del bar con el estómago revuelto y los ojos todavía húmedos.
Marcos me ha abrazado fuerte en la puerta, como cuando éramos críos y me caía de la bici.
«Llámame a cualquier hora, Lena. Para lo que sea».
Lo sé. Es el único que me queda cuerdo en este caos.
Camino las tres calles que separan su oficina de la nuestra con el sol pegando fuerte en la nuca. Son las dos y media y Madrid huele a asfalto caliente y a café. Subo al ascensor, me miro en el espejo: ojos rojos, labios hinchados de mordérmelos. Parezco una loca. Respiro hondo y vuelvo a mi puesto como si nada.
El resto de la tarde pasa en piloto automático: correos, facturas, preparar la presentación de mañana. Alexander no sale de su despacho ni una sola vez. Mejor. No sé si podría mirarlo sin derrumbarme.
A las 17:47 la puerta principal se abre y entra mi madre.
Camila. Guapísima, como siempre, con el pelo recogido en un moño bajo y la bata blanca todavía puesta encima del vestido. Viene sonriendo, con esa energía que solo tiene cuando está contenta de verdad.
—¡Hola, mi niña! —me dice, acercándose para darme dos besos—. ¿Qué tal el día?
—Bien, mamá. ¿Y tú? —contesto, forzando la sonrisa.
—He conseguido librar esta tarde. ¡Milagro! —levanta las manos al cielo—. Alexander y yo vamos a salir a cenar, hace siglos que no tenemos una noche para nosotros solos.
Y ahí está. El puñetazo en el estómago.
Una noche para ellos solos.
Él y ella.
Mi madre y mi… amante.
Siento cómo la bilis me sube por la garganta. Los celos me queman por dentro como ácido. Quiero gritar, quiero llorar, quiero arrancarle esa sonrisa de la cara. Pero me muerdo la lengua hasta saborear sangre.
—Qué bien, mamá. Disfrutad mucho —logro decir, con la voz más falsa del mundo.
En ese momento se abre la puerta del despacho y aparece él. Impecable, como siempre. Traje azul marino, camisa blanca abierta en el primer botón, esa barba de tres días que me vuelve loca. Se acerca a mi madre, la rodea por la cintura y la besa en la boca. Un beso lento, de los de verdad. De los que dicen «te quiero» sin palabras.
Yo miro la pantalla del ordenador como si fuera lo más interesante del mundo, pero lo veo todo por el rabillo del ojo. Veo cómo su mano baja por la espalda de ella. Veo cómo ella se ríe contra sus labios.
Y me muero.
«Tonta. Eres una tonta, Elena. ¿Qué esperabas? ¿Que dejara a su mujer por ti? ¿Por follarte a escondidas?»
Alexander me mira un segundo por encima del hombro de mi madre. Solo un segundo. Pero en esa mirada hay de todo: disculpa, deseo, advertencia. Y algo que me destroza: cariño.
—Nos vamos, Camila —le dice a ella, sin dejar de mirarme—. Elena, mañana te quiero aquí a las ocho. Tenemos la reunión con los japoneses.
—Claro, jefe —respondo, con la voz temblando.
Los veo irse del brazo. Ella feliz, él fingiendo. Y yo me quedo ahí, sola, con el corazón hecho trizas.
Cojo mi bolso, apago el ordenador y salgo corriendo. Necesito aire. Necesito huir.
Llego a la universidad a las 18:30. Clase de Derecho Penal. Me siento en la última fila, abro el portátil y finjo tomar apuntes. Pero no oigo nada. Solo veo el beso. El beso de él con mi madre. El beso que debería ser mío. Y entonces, como siempre que me rompo, vienen los recuerdos.
