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AMARTE ES MI PECADO

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Cintia Vanesa Barros Freile · En curso · 37.1k Palabras

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Introducción

Elena Torres, 24 años, estudiante de Derecho y secretaria en una prestigiosa firma de arquitectura, regresó hace un año a la mansión de su madre en Madrid después de una tragedia que la dejó rota: un embarazo perdido, una traición y un accidente que casi le cuesta la vida.

Allí vive Camila, su madre, cirujana de éxito, y Alexander Valverde, su padrastro: arquitecto famoso, viudo joven, 42 años, magnético, peligroso y casado con Camila desde hace cinco.

Lo que empezó como miradas robadas y roces “accidentales” explotó una noche en que Camila estaba de viaje: una pasión sin límites, sexo salvaje en el sótano y la promesa tácita de que sería solo eso… placer prohibido, sin sentimientos.
Pero los sentimientos llegaron igual.
Y con ellos los celos, la culpa y una obsesión que ninguno de los dos controla.

Elena intenta huir: alcohol, salidas con otros chicos, planes desesperados. Alexander la reclama en cada rincón oscuro de la oficina, en su propia casa, en su alma. Cada encuentro es más intenso, más destructivo. Cada “es la última vez” es mentira.
Destrozada, acepta la propuesta loca de su mejor amigo Marcos: un matrimonio de conveniencia para que él salve la herencia millonaria que su abuelo le impuso y ella escape de la mansión y del hombre que la está matando en vida.
Pero Alexander no está dispuesto a dejarla ir.
Y donde el amor más grande siempre viene con el precio más alto.

Capítulo 1

POV Elena.

Sus manos me agarraron por la cintura en cuanto la puerta del sótano se cerró con un clic seco. Ni un «hola», ni una caricia suave. Solo un gruñido ronco, animal, pegado a mi cuello:

—Te he estado esperando toda la puta semana, Elena. Me tienes loco.

Y yo me dejé. Porque soy una imbécil. Porque lo necesito como necesito respirar.

Me estampó contra la pared de piedra fría, la falda del vestido negro subiéndose de un tirón hasta la cintura. Sentí sus dedos rasgando mis bragas de encaje negro con tanta rabia que el tejido se desgarró como si fuera papel de regalo.

«Esto es un error, Elena. Es tu padrastro, joder. Vas a pagar muy caro este pecado», chilló la última neurona cuerda que me quedara. Pero esa voz se apagó del todo cuando Alexander metió dos dedos dentro de mí de golpe, profundo, curvándolos justo ahí, donde sabe que me deshago.

—Joder… estás chorreando —masculló contra mi boca, mordiéndome el labio hasta que noté el sabor metálico de la sangre—. Dime que lo quieres tanto como yo, pequeña. Dímelo ya.

—Te quiero dentro —supliqué, con la voz rota, odiándome por sonar tan desesperada, tan puta, tan suya.

Me levantó en volandas como si no pesara nada. Mis piernas se enroscaron en su cintura por instinto, mis tacones arañando su espalda. Sentí su polla dura como una barra de acero contra mí, enorme, palpitando a través del pantalón. Con una sola mano me sostuvo contra la pared y con la otra se bajó la cremallera. Ni se molestó en quitarse el bóxer del todo; solo la sacó, gruesa, caliente, venosa, y me la clavó de una embestida brutal que me arrancó un grito.

Él me tapó la boca con la suya, tragándose el grito, follándome contra la pared con embestidas salvajes que me hacían rebotar como una muñeca. Cada golpe era más profundo, más rápido, más sucio. El sonido de su pelvis chocando contra la mía retumbaba en el sótano como un tambor de guerra.

—Más fuerte, Alexander… rómpeme —jadeé, arañándole la nuca, clavándole las uñas hasta hacerle sangre.

Y él me rompió. Me bajó al suelo de golpe, me giró de cara a la pared, me dobló sobre la vieja mesa de herramientas. El metal helado contra mis pezones me hizo gemir como una loca. Me levantó el culo con las dos manos y volvió a entrar desde atrás, tan hondo que vi estrellas y creí que me partía en dos.

—Vas a sentirme cada segundo del día —gruñó, agarrándome el pelo y tirando hacia atrás hasta arquearme como un arco—. Cada vez que te sientes, cada vez que camines, cada vez que respires… vas a recordar quién te folla así, quién te hace gritar.

Una mano bajó entre mis piernas y empezó a masturbarme el clítoris con círculos rápidos, brutales. Yo empujaba hacia atrás como una posesa, encontrándome con cada estocada, el sonido de piel contra piel, sudor, deseo, pecado puro.

—No pares… Dios, no pares nunca…

—Nunca pararía contigo, Elena —dijo, y por primera vez su voz tembló, rota, como si él también estuviera cayendo al mismo abismo.

Me corrí tan fuerte que me temblaron las piernas, que tuve que morderme el antebrazo para no gritar su nombre y despertar a medio barrio. Él me siguió dos segundos después, clavándose hasta el fondo, derramándose dentro de mí con un rugido largo y animal que vibró contra mi espalda. Sentí cada chorro caliente, cada pulsación, cada gota, y me odié por desear guardarlo todo dentro de mí para siempre…

Abro los ojos de golpe, empapada en sudor, el corazón en la garganta y el sexo latiéndome como si acabara de correrme de verdad.

No es un sueño.

Fue real. Hace cuatro noches.

Me siento en la cama, jadeando, con la mano temblando entre mis muslos. Todavía estoy mojada. Todavía lo siento.

Son las 06:12. En menos de una hora tendré que bajar a desayunar con mi madre y fingir que no me he pasado la noche soñando que su marido me destroza.

Me meto en la ducha, agua hirviendo, frotándome como si pudiera borrar su olor. No funciona. Salgo, me seco, me pongo el uniforme de secretaria buena: falda lápiz gris, camisa blanca entallada, pelo recogido en una coleta alta. Maquillaje perfecto para tapar las ojeras y las marcas leves del cuello.

Bajo a la cocina a las 07:25. Mamá está de espaldas, sirviendo café. Alexander está sentado a la isla, con el traje gris marengo impecable, leyendo el periódico. Levanta la vista cuando entro y me clava esos ojos negros que me atraviesan.

—Buenos días, hija —dice mamá, alegre, sin notar la tensión que corta el aire—. ¿Has dormido bien?

—Perfectamente —miento, forzando una sonrisa mientras me sirvo café.

Alexander no dice nada. Solo me mira por encima del borde de la taza. Y cuando mamá se gira hacia la vitro, él desliza la mirada por mi cuerpo, deteniéndose en mis piernas, en mis labios. Me guiña un ojo, casi imperceptible. Y yo siento que me mojo otra vez.

Desayuno de pie, contando los segundos para salir huyendo.

A las 08:10 ya estoy en el coche rumbo al despacho. Pongo música a todo volumen para no pensar. No funciona.

Llego a la oficina a las 08:40. Mi mesa está justo frente a su puerta de cristal opaco. Él llega a las 08:55, pasa por mi lado sin rozarme siquiera, pero deja caer un pósit en mi teclado:

«Reunión privada. 09:15. Trae el café solo y sin azúcar.»

A las 09:15 entro con la bandeja temblando. Cierro la puerta con pestillo. Él ya está de pie junto a la ventana, de espaldas.

—Cierra las persianas —ordena sin girarse.

Obedezco. Cuando me doy la vuelta, ya me tiene atrapada contra el escritorio. Me besa con hambre, me sube la falda, me baja las bragas hasta los tobillos y me penetra de pie, sin preliminares, sin condón. Me tapa la boca con la mano para que no grite.

—Esto es lo que querías toda la mañana, ¿verdad? —susurra mientras me folla rápido y duro—. Sentirme otra vez.

Asiento, llorando de placer y de culpa.

Se corre dentro en menos de cinco minutos. Me besa la frente, me baja la falda y vuelve a su silla como si nada.

—Gracias por el café, Elena. Ahora vuelve a tu puesto.

Salgo con las piernas flojas y el alma en pedazos.

El resto de la mañana es una tortura lenta: reuniones, llamadas, correos… y cada vez que paso por su despacho, nuestras miradas se cruzan y me quema.

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