Capítulo 3 Capítulo 3: No soy tuya.
POV Elena.
Hace dos años y medio yo era otra persona.
Tenía veintidós años, estaba loca de amor por Emilio, mi novio desde los diecisiete. Planes de boda, de futuro, de todo. Él se fue a Milán por un máster de diseño y yo lo seguí. Abandoné la carrera, dejé la casa, dejé a mi madre con el corazón en la mano.
En Milán éramos felices. O eso creía yo.
Hasta que un martes de octubre descubrí que estaba embarazada. Corrí a casa emocionada para decírselo. Abrí la puerta del apartamento y lo encontré en nuestra cama con una compañera de máster. Desnudos. Reían. Me miró como si yo fuera una extraña.
Discutimos. Grité. Lloré. Salí corriendo. Bajé las escaleras tan rápido que me tropecé. Caí rodando. Once escalones.
Desperté en el hospital con mi madre a los pies de la cama. Había cogido el primer vuelo en cuanto la llamé llorando desde la ambulancia.
Perdí al bebé.
Perdí a Emilio.
Perdí una parte de mí que nunca va a volver.
Estuve tres meses en depresión profunda. Mi madre me trajo de vuelta a Madrid, me cuidó, me obligó a comer, a salir de la cama, a volver a la universidad. Me metió en su casa, en la mansión que tanto odiaba, porque decía que no podía estar sola.
Y ahí estaba él. Alexander.
Al principio solo era el marido de mi madre. Guapo, sí. Atento, también. Me ayudaba con los papeles de la uni, me llevaba al médico, me escuchaba cuando lloraba por las noches.
Y un día, sin saber cómo, sus abrazos de consuelo se convirtieron en besos.
Sus «tranquila, todo va a estar bien» se convirtieron en «no puedo dejar de pensar en ti». Y yo, rota, vacía, me dejé querer. Me dejé follar. Me dejé enamorar.
Un año después aquí estoy: enamorada hasta los huesos del hombre que duerme con mi madre.
La mujer que me salvó la vida.
Y sé que tengo que parar.
Sé que tengo que irme.
Mi madre no merece esto.
Yo no merezco esto.
La clase termina y ni siquiera me he enterado. Recojo mis cosas con las manos temblando. En la puerta del aula está Tomás. El típico compañero pesado que lleva meses intentando ligar conmigo. Alto, moreno, sonrisa fácil. Siempre con la broma preparada.
—Ey, Elena, ¿te apetece tomar algo? —pregunta, con esa cara de cachorro esperanzado.
Normalmente le digo que no. Siempre le digo que no.
Hoy no.
—Vale —respondo, sorprendiéndome a mí misma—. Vamos.
Porque necesito olvidar.
Porque necesito sentir que alguien me desea sin ser un pecado.
Porque necesito demostrarme que puedo vivir sin Alexander.
Aunque sepa que es mentira.
Aunque sepa que esta noche, cuando esté en la cama, volveré a llorar por él.
Aunque sepa que mañana volveré a caer.
Pero hoy… hoy voy a intentarlo.
Aunque sea solo por unas horas.
El tequila baja como fuego líquido por mi garganta, quemando todo a su paso. El primero me sacude el estómago vacío; el segundo me nubla la vista y hace que el bar se vuelva un poco más borroso, un poco menos real. Cuando levanto el tercero, decidida a ahogarme de una vez, Tomás me agarra la muñeca con una delicadeza que no esperaba. Sus dedos son cálidos contra mi piel fría, y por un segundo, me hace dudar.
—Muñeca, con calma —murmura, su voz suave pero firme, como si estuviera hablando con una niña perdida—. Eso no es agua. Parece que traes algo atorado en el pecho. Si quieres desahogarte, aquí estoy. Esta noche puedo ser tu paño de lágrimas, sin preguntas ni juicios.
Lo miro, y una risa amarga se me escapa. ¿Paño de lágrimas? Si supiera... Sonrío, pero siento cómo se me rompe algo por dentro, un crack sutil que duele como el infierno.
—No seas estúpido, Tomás —respondo, apartando la mano con gentileza, pero firmeza—. No necesito paños ni terapias. Solo quiero ahogarme en alcohol hasta que deje de pensar. ¿Me acompañas o me dejas sola con la botella?
Él parpadea, pero luego sonríe, esa sonrisa ladeada que probablemente derrite a otras chicas. —Claro que te acompaño, princesa descarriada. Prometo comportarme como el príncipe azul que mereces... al menos por esta noche.
Y así empezamos. Pedimos la botella entera, y el tequila fluye como un río desbordado. Al principio charlamos de tonterías: la uni, los profesores locos, anécdotas absurdas que nos hacen reír. Pero con cada trago, el alcohol me suelta la lengua y el cuerpo. Me siento más ligera, más audaz. Me levanto de la banqueta, la música del bar —un reggaetón pegajoso— me arrastra al centro de la pista improvisada. Bailo sola al principio, moviendo las caderas con una sensualidad que no sabía que tenía, o que quizás había olvidado. Tomás se une, riendo, sus manos rozando mi cintura sin apretar, siguiéndome el ritmo. Me giro contra él, siento su calor, y por un instante, casi creo que puedo olvidar. Las risas van y vienen, ecos en medio del ruido, y el mundo se reduce a eso: movimiento, alcohol, olvido temporal.
Pero el tequila es traicionero. De repente, el estómago se me revuelve, un mareo me golpea como una ola. Me tambaleo hacia el baño, empujando la puerta con urgencia. Me arrodillo frente al váter y vomito todo: los tragos, la cena inexistente, la rabia acumulada. Y con el vómito vienen las lágrimas, calientes y saladas, mezclándose con el sudor en mi cara. Me tiemblan las manos mientras me agarro al borde del lavamanos, mirando mi reflejo borroso en el espejo empañado. ¿Qué estoy haciendo? ¿Intentando olvidar a Alexander con un pobre chico que no tiene la culpa? Los recuerdos me asaltan: su beso con mi madre esa tarde, sus manos en mí en el sótano, la culpa que me come viva. Lloro más fuerte, ahogada, sintiendo el peso de todo aplastándome el pecho.
Un golpe suave en la puerta me saca del pozo.
—¿Elena? ¿Estás bien? Llevas un rato...
—Un momento —respondo, con la voz ronca. Me lavo la cara con agua fría, me limpio las lágrimas como puedo, me retoco el rímel corrido y salgo fingiendo una sonrisa que no llega a mis ojos.
—Lo siento, Tomás. Creo que me pasé y... me cayó mal. Todo.
Él me mira con preocupación genuina, sin un ápice de juicio. —Tranquila, no pasa nada. Si quieres, te llevo a casa. No estás para manejar.
Asiento, agradecida por su decencia. Cojo mi bolso y salimos al aire fresco de la noche, que me golpea como un bálsamo. En su coche —un viejo Seat que huele a limón artificial— voy callada, la cabeza apoyada en la ventanilla, viendo las luces de Madrid pasar como estrellas fugaces. El alcohol aún me nubla, pero la culpa ya está clara: no puedo escapar de mí misma.
