Capítulo 03. Eres una maldita mestiza

Muy temprano por la mañana, los ruidos despertaron a Mica. Miró la hora en el reloj sobre la mesa de noche. ¡Eran las cuatro de la mañana! ¿Quién se levantaba tan temprano? Apartó las sábanas de su cuerpo y salió de la cama. De puntillas, caminó hacia la ventana, apartó ligeramente la cortina y su respiración se detuvo.

Eran varios hombres cargando bultos; por la forma, parecían cuerpos. Los metían en la palangana del todoterreno que no había visto ayer. Un nudo se formó en la garganta y cerró la cortina cuando Kael giró en su dirección. ¿La había visto? Esperaba que no.

Lo último que deseaba era tener la atención excesiva del hermano del Alfa.

Cuando el ruido de los neumáticos alejándose le dio la seguridad de que podía observar. Volvió a abrir la cortina. En el jardín no quedaban rastros de los hombres, como si lo hubiese imaginado.

No sabía lo que sucedía allí, pero tenía la sospecha de que los aullidos de la noche anterior, eran lobos. Lobos siendo torturados. ¿A qué lugar del infierno la había arrastrado su madre? No lo sabía, pero iba a averiguarlo.

Mica volvió sobre sus pasos, buscó entre su maleta algo para ponerse y el frasco de pastillas que había conseguido de manera ilegal. No deseaba entrar en celo, ni darle motivos a nadie para que la atacara con la excusa barata que era su culpa por no controlarse. Ser mestiza, no era tan malo. Sus ciclos de celo sucedían cada tres meses y no cada mes como una loba pura.

Respiraba mientras caminaba hacia la puerta, necesitaba más que valor para dejar la seguridad de su habitación, temía con lo que podía encontrarse. Para su mala suerte, fue a Zaria con quien chocó en los pasillos.

—¿Qué haces fuera de tu habitación? —le gruñó, tomándola del brazo.

—No sabía que era una prisionera —refutó, arriesgándose a ser atacada por su progenitora si la sacaba de sus casillas—. Aunque, ahora entiendo el papel que juego en todo esto. ¿Qué tipo de planes tienes para mí? —se atrevió a preguntar.

Zarina miró a todos lados, la tomó con mayor fuerza, arrastrando a Mica de regreso a su habitación. Lanzándola sobre la cama.

—Te lo advertí, Mica. No quiero problemas.

—Solo te estoy pidiendo que me hables de esos planes, mamá. ¿No tengo derecho a eso? ¿Tú y tu marido están planeando entregarme a Kael?

—No digas tonterías, Mica. A Kael no le interesas para ser esposa. Cuando mucho, llegarás a ser una más de su harén.

La indignación de Mica creció a pasos agigantados.

—¿Qué quieres decir?

—¿De verdad crees que un alfa como Kael perdería el tiempo contigo? No seas ilusa, Mica. Eres una maldita mestiza.

—Sé que me odias y que te daría placer verme sufrir, ¿no es Kael un buen candidato? Su olor es nauseabundo. Te aseguro que no habría peor infierno que terminar junto a él.

—Lo sé, cariño. Pero me veré privada de ese placer. Aziel tiene tratos con otras manadas y tú puedes ser una perfecta moneda de cambio. Mataré a dos pájaros con un solo golpe. Me desharé de ti y, también, te sabré infeliz.

Mica se mordió el labio con fuerza.

—Apestas a enojo y miedo —dijo, dándose media vuelta para salir de la habitación, pero antes de atravesar el umbral de la puerta se detuvo—. No puedes dejar esta casa, pero te permitiré llegar al jardín.

El poco sentimiento que aún sentía por su madre se rompió en ese preciso instante. Se dejó caer sobre la cama y dejó que sus lágrimas corrieran libremente. No sabía cuántas horas pasaron. Nadie vino a buscarla y en el fondo lo agradeció. Por la noche, se asomó a la ventana. La luz de la luna alumbraba el jardín, dándole un aspecto irreal.

Armándose de valor, salió de la habitación. Le costó encontrar el camino hacia las escaleras, pero finalmente lo había conseguido. Bajo peldaño a peldaño, esperando que alguien la detuviera y la enviara de regreso a su habitación. No sucedió.

Las mujeres con las que se encontró en el camino no dijeron nada. O no tenían la orden para hacerlo o, simplemente, era invisible para ellas.

Cuando estuvo en el último escalón, sintió la urgencia de escapar, pero el olor a comida recién hecha arruinó su plan. No había probado bocado desde el día anterior, antes de dejar la ciudad.

Con sigilo, caminó hacia la cocina. Olía a pan recién horneado y pollo frito. La boca se le hizo agua, vigiló que no hubiera nadie y, como una ladrona, tomó una porción y huyó por la puerta abierta.

Era ridículo actuar como lo hacía. En lugar de buscar la seguridad de su habitación, corrió hacia la oscuridad, quedando al alcance de cualquier miembro de la manada. Lobos no emparejados.

Un escalofrío le subió por la espalda, pero se deshizo de su miedo y, cuando estuvo lo suficientemente alejada, se sentó sobre una roca y se devoró la comida como si temiera que alguien viniera a robársela.

Casi se echó a reír.

—Ladrón que le roba a ladrón… —No terminó la frase. Un quejido ronco la interrumpió.

Mica se puso de pie, no sabía si para huir o para buscar el origen de ese lamento. Caminó entre la maleza que se alzaba al final del castillo. No había luz, pero sus ojos podían ver claramente por dónde pisaba.

El lamento era cada vez más audible y la curiosidad de Mica lo era más. No se detuvo hasta que terminó delante de una enorme puerta. Miró a todos lados, levantó el rostro, olfateando el aire y cuando estuvo segura de que no había nadie cerca. Se las arregló para empujar las puertas.

El ruido de las bisagras oxidadas perforó sus tímpanos. No se detuvo hasta que estuvo dentro de lo que parecía una vieja y olvidada biblioteca. El lugar estaba lleno de estanterías y libros, muchos y empolvados libros, pero no fue eso lo que captó su atención. Si no la puerta abierta que llevaba a otro sitio.

Mica avanzó, apretó las manos en dos fuertes puños, dándose valor. El pasillo era reducido y oscuro. Olía a moho, humedad y sangre.

El olor metálico se le pegó al paladar, aun así, siguió avanzando y entonces lo miró. Era un hombre lobo. Un alfa encadenado a la pared por las manos y los pies. Estaba desnudo de la cintura para arriba, muy sucio y maltratado.

Mica se detuvo a una distancia prudente. El hombre estaba inconsciente o tal vez… muerto. Se acercó unos pasos más. Su cuello estaba atrapado entre un collar de metal, hecho de plata. ¡Lo habían torturado! ¿Era él, el dueño de aquel grito que le desgarró el alma?

Sin poder evitarlo, Mica estiró la mano para apartar el cabello negro y largo que le cubría el rostro. El olor que se escondía bajo el aroma de la sangre le recordó a la tierra mojada, una mezcla de lluvia y madera que le picó la piel.

Estiró su dedo deslizándolo por el mentón y entonces, sucedió. Él abrió los ojos y un gruñido brutal abandonó sus labios.

—Te mataré, si me tocas —juró, congelando a Mica,

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