Capítulo 05. Apestas a enojo y miedo

«Todo quedará en familia.»

Mica observaba el jardín desde una esquina de la mansión. Había salido corriendo del comedor, ignorando los gritos de su madre y la orden de Aziel para volver. Sus ojos picaban por el llanto que retenía, pero se negaba a llorar. Su madre solía disfrutarlo, así que, no le daría el maldito placer.

—Entiendes que tu actitud no cambiará la decisión que Aziel y yo hemos tomado, ¿verdad? —preguntó Zarina, deteniéndose junto a ella. Quien las viera, no dudaría ni un solo jodido minuto de que se llevaban bien.

Pero el tono bajo y casi cariñoso de Zarina solo era una mortal amenaza. Mica lo sabía mejor que nadie.

—Debiste matarme antes, mamá. Habría sido menos doloroso —musitó, sin verla.

—Debí, pero me alegro de no hacerlo. Kael es el segundo en la sucesión al liderato, claro, hasta que dé a luz un cachorro alfa y eso lo relegue a un tercer puesto. Como sea, el liderato seguirá siendo de la familia, pero dudo que tú entiendas algo de eso.

—¿Cuándo? ¿En qué momento decidiste que Kael era lo mejor para mí?

—Justo antes de que bajaras al comedor, Kael se lo propuso a Aziel y él no se negó a que su hermano te tomara. Deberías sentirte complacida de que un alfa puro se interese en alguien como tú.

Mica apretó las manos en dos fuertes puños, enterrando el filo de sus uñas en su carne.

—Apestas a enojo y miedo, Mica. Contrólate.

—Y, ¿qué esperas que sienta? ¿Quieres que brinque en una pata y te lo agradezca? —cuestionó, armándose de valor, para ver el rostro inexpresivo de Zarina—. No estás siendo distinta de tu padre, eligiendo mi destino como si fuera cualquier cosa.

Zarina sonrió.

—No tengo que decirlo, ¿verdad?

Mica apartó el rostro.

—Por cierto, Aziel y Kael harán una exploración a las tierras de la manada y no estarán por aquí en los próximos días. Así que, aprovecha el tiempo y deja de tomar esas pastillas que controlan tu celo. Tu unión incluirá todo.

La sorpresa de Mica se dibujó en su rostro y Zarina supo que tenía razón. Había sido extraño que su hija no volviera a tener un celo luego del primero a los dieciocho. Al principio, había creído que era debido a su condición de mestiza y lo dejó pasar. No le afectaba en nada, pero luego descubrió que era gracias a los inhibidores que lograba controlar su celo.

Lo aceptó mientras le fue conveniente. Si Aziel descubría que su hija había llegado a la edad adulta tres años antes, no la consideraría una buena candidata para su hermano.

—No repetiré la orden, Mica. Si no obedeces, atente a las consecuencias porque te juro que no van a gustarte.

Mica tembló ante la advertencia, pero no respondió. Tampoco negó el consumo de inhibidores. Su madre lo sabía y negarlo era lo más absurdo que podía hacer.

Zaria se apartó de ella, volviendo al interior de la mansión, mientras Mica se quedó allí, parada por un largo tiempo.

Observó el camino que había tomado el día anterior. Estaba siendo vigilado por dos hombres bastante fornidos. Sería difícil pasar de ellos. Estaba loca, por pensar en Atlas en ese momento de su vida, pero si se ayudaban entre sí, tal vez y solo tal vez consiguieran escapar de su desastroso destino.

Mica no se engañaba, el final de Atlas sería el mismo que el de los hombres que llevaron en la mañana anterior. Bastaba con mirar lo maltratado que estaba, heridas que no se curaban debido a la plata que prendía de su cuerpo.

Lo que le llevó a preguntarse, ¿cómo era que se dedicaban a la extracción de plata sin sufrir las consecuencias? ¿Se habían acostumbrado al metal? Hasta donde sabía, era letal o… ¿Usaban a otros hombres para ello?

Mica se alejó cuando sintió la mirada de uno de esos hombres; no se molestó en echarle una última mirada. Simplemente, no demostró que sabía lo que guardaban en la mazmorra de aquella impresionante construcción.

El día pasó con prisa, Mica almorzó con su madre sin compartir uno solo de sus pensamientos. Cuando terminó, agradeció y se dispuso a salir del comedor.

—Me dijeron que te vieron merodeando cerca de la vieja biblioteca.

Mica se detuvo.

—Sabes lo mucho que me gustan los libros —respondió sin problema.

—Puedes ir, solo si prometes que harás lo que te he pedido —concedió Zaria. Tenía que encontrar una manera de convencer a su hija de dejar los malditos inhibidores por el bien de las dos.

Podía exigirlo, ir a su habitación y buscarlas por su cuenta, pero era consciente de que había muchos ojos sobre ella. Y si algo deseaba cuidar con garras y colmillos, era su imagen ante la manada. Deseaba que la aceptaran sin chistar.

—¿Hablas en serio? —preguntó. No quería fiarse de su madre, pero sí necesitaba una sola oportunidad para volver a la mazmorra. Tenía la seguridad de que Zarina desconocía lo que Aziel escondía allí abajo.

—Por supuesto, Mica. No he sido una buena madre y tampoco lo seré en el futuro, pero puedo hacer un pequeño paréntesis.

Mica asintió.

—Entonces, considéralo un trato hecho —respondió.

Mica se obligó a controlar la emoción que nacía en su interior. Aunque si su madre se daba cuenta, no tendría la menor idea de las razones.

Esa misma tarde, Mica fue a la vieja biblioteca. Era un hecho que los lobos de plata no sabían apreciar un buen libro. Todos estaban en el olvido, llenos de polvo, aunque no era eso lo que realmente le interesaba.

Echó un vistazo hacia las ventanas, una vez que estuvo segura de que nadie la veía, se dirigió al pasillo secreto que la llevó de nuevo ante Atlas.

Esta vez, él la esperaba.

Las aletas de la nariz de Mica se hincharon al recoger el aroma de Atlas. Sus feromonas estaban por donde quiera. Su piel picó con una extraña necesidad, sus ojos estaban fijos en los amarillos de él.

—Volviste —dijo él con voz ronca y profunda.

—Sí —respondió, caminando hacia él, ignorando totalmente lo peligroso que podía resultar ponerse a su alcance. Aunque estaba encadenado, su instinto le gritaba para que no se confiara.

—¿Tienes sed? —preguntó Mica cuando el silencio fue ensordecedor.

Atlas cerró los ojos y los abrió.

Mica sacó un trozo de jamón que había escondido entre sus ropas. Desdobló con cuidado el empaque y lo dejó sobre una mesa cercana. Se acercó a la jarra de agua y lo olfateó.

—Está limpia, aseguró llenando el vaso —con más valentía de que la sentía, se acercó y le dio de beber.

Atlas podía escuchar claramente el corazón de Mica. Zumbaba como un tambor, y su olor, era una mezcla de menta y lavanda, oculto por ese aroma picante del miedo. Tenía muchas razones para temerle. Si llegaba a liberarse, iba a destruir a la manada completa.

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