Capítulo 3 Capitulo 3
Al verme sola dentro de la habitación, aventé mi mochila sobre la cama. Me encargué de recorrer cada centímetro, observando hasta el más mínimo detalle. Necesitaba familiarizarme con este nuevo ambiente; después de todo, me consideraba un animal de costumbre. En ese momento, pensé en mis hermanos pequeños y en lo fascinados que estarían en este cuarto tan espacioso y luminoso, tan diferente a la habitación que teníamos en el húmedo sótano.
La habitación era justo como me gustaba: espaciosa, luminosa, con solo los muebles necesarios. Nada de más ni de menos. Lo que más me agradó fue el gran ventanal, que me brindaba una maravillosa vista del campo. A donde mirase, todo era tan vivo, tan verde. Era como una antítesis de cómo me sentía por dentro.
Dejé las cortinas y ventanas abiertas, disfrutando de la luz solar y la fresca brisa que se colaba. Me acerqué a la cama; el colchón a simple vista se notaba alto, esponjoso y, sobre todo, cómodo. Una traviesa sonrisa surcó mi rostro mientras frotaba un poco mis manos. Luego, aventé mi cuerpo sobre la cama. Reboté suavemente, y sabía que era tan cómodo y espacioso que podría quedarme en esa postura por la eternidad.
De pronto volví a pensar en mis hermanos. Habían pasado unas cuantas horas y ya los extrañaba tanto que, si me dieran la oportunidad, volvería corriendo a ese infierno solo para estar con ellos. ¿Qué estarían haciendo a esa hora? ¿Preguntarían por mí? Quizás parecía exagerado, pero a pesar de las pocas horas transcurridas, ya sentía que había pasado una maldita eternidad.
Recordé a Manuela; cada mañana la buscaba para que me cepillara el cabello y me hiciera dos coletas. Luego la compensaba con un cariñoso abrazo y un sonoro beso en la mejilla. Martín, mi pequeño Martín, sin dudas era el niño más sensible que jamás conocí y el más travieso. Sus bromas jamás tenían límites, además, era un niño muy mañoso, solo tomaba el desayuno que le preparaba. ¿Habrán desayunado ya? Sentí un nudo en la garganta y mis ojos comenzaron a arder. Esta vez, Alejo logró darme donde más dolía. Nunca pensé que una mala decisión terminaría trayéndome tanto dolor.
Rápidamente, cerré la puerta con seguro y me acurruqué en la cama. Mis brazos frágiles se aferraron a la almohada, hundí mi cara contra ella y comencé a llorar amargamente, sumergiéndome en los recuerdos de mi pasado.
Tiempo atrás...
Por enésima vez observé a través de la ventana. Estaba nerviosa, las palmas de mis manos sudaban y mis rodillas temblaban ligeramente al compás de mi labio inferior. Mi habitación, en el segundo piso de aquella casona antigua, tenía una altura digna de ser considerada, al igual que mi miedo a las alturas. De solo mirar hacia abajo me mareaba y sentía unas intensas ganas de vomitar.
Eduardo, desde abajo, me hacía señas para que me animara a bajar e intentara transmitirle un poco de su seguridad. Titubeé por un momento, lo correcto sería decirle que no, quedarme en casa y verme al siguiente día en el instituto. Sin embargo, deseaba estar con él, y esta era la gran oportunidad; difícilmente encontraríamos otra. El amor era ciego y me volvía estúpida.
Froté insistentemente mis manos sudadas, manteniendo la mirada fija en Eduardo, que me esperaba abajo con una sonrisa brillante, cargada de confianza. Tenía que atreverme a bajar; habíamos planeado este encuentro durante muchos días. Simplemente no podía negarme en ese momento, no cuando el chico que tanto amaba me esperaba con los brazos abiertos.
Decidida, me senté en el marco de la ventana y, con mucho cuidado, cogí la rama del árbol más cercano. Una vez me sentí segura, salté. Por un momento, mis manos flaquearon debido a los nervios, pero mis rápidos reflejos me permitieron sostenerme con los pies. Comencé a bajar lentamente hasta aterrizar en el piso firme. ¡Lo había logrado! Pero el mareo que experimentaba en ese momento no me permitía saborear mi pequeña victoria. Sentía cada uno de mis músculos temblar y todo daba vueltas, sin mencionar los acelerados latidos de mi corazón.
Eduardo, sin darme tiempo a reaccionar, se acercó, abrazándome por la espalda, paseando sus grandes manos de manera lasciva por mi abdomen, mientras repartía húmedos besos por la extensión de mi cuello, culminando en mi nuca, justo ahí donde tenía ese tatuaje tan extraño, que siempre cubría con mi cabello.
—Ya, Eduardo, no te pongas pesado —le dije, escabulléndome de entre sus brazos opresores con bastante dificultad. Volteé a mirarlo y dejé escapar una suave risa—. Será mejor que nos vayamos o puede despertar mi padrastro. Si me descubre, estaré acabada.
—¿He dicho ya que te pones muy pesada últimamente? —me dijo, acelerando notablemente el paso para alcanzarme, a pesar de que yo avanzaba con grandes zancadas, siendo mucho más baja de estatura—. ¿Puedo tomarte la mano o te da vergüenza también? Porque últimamente debo pedirte permiso para todo.
—Edu, no es vergüenza. Tú sabes que te quiero muchísimo, sabes que me proyecto a futuro contigo. No puedes venir ahora a poner en duda lo que siento. Eres importante para mí, te he contado todo acerca de mi vida y sabes que la relación con mi padrastro es pésima; si él se entera de esto, tendré problemas —le respondí, con nervios e incomodidad mientras entrelazaba los dedos de nuestras manos—. Te amo... No deberías dudar de lo que siento, no cuando a diario me esfuerzo por demostrarlo —murmuré bajito, acariciando el dorso de su mano, sintiendo la enorme necesidad de transmitirle mis sentimientos, de demostrarle que lo que sentía era totalmente real.
