Capítulo 4 Capitulo 4

—También te amo, Eduardo —le respondí, recordando aquel día en que lo vi parado en la fila del curso, desorientado, mirando todo y nada al mismo tiempo, con esa sonrisita aniñada y esos ojitos brillantes. Desde ese día, algo me pasó con él; fue un flechazo a primera vista, una cosa muy loca de explicar. De repente, se detuvo, se giró lentamente y me robó un beso fugaz—. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida. Me haces sentir tan viva. Cuando estoy contigo, el mundo simplemente parece un lugar mejor.

Correspondí al beso, sintiendo ese característico revoloteo en mi vientre por las palabras de Eduardo. Entre besos fugaces, charlas sin sentido y bromas, nos encaminaron a su departamento. Él vivía en la zona exclusiva de la ciudad, y su departamento era un verdadero lujo. Sus padres habían viajado a la capital, así que tenía la casa para él solo. Era la oportunidad precisa para pasar la noche juntos, algo que llevábamos meses esperando. Me mostraba nerviosa, algo cohibida; no era para menos, ambos sabíamos perfectamente para qué estábamos ahí.

Era completamente virgen y nunca había estado con ningún hombre antes. Eduardo se llevaría mi primera vez, así como se había llevado mi primer beso. Era normal que me sintiera nerviosa en un momento como este. Pero a pesar de mis miedos y dudas, confiaba en él. Justamente por eso, decidí entregarme, porque lo amaba, porque confiaba.

—Compré unos gramos de marihuana y preparé varios cigarros, para relajarnos, obviamente —dijo, sacando dos cigarrillos de marihuana de su bolsillo trasero y entregándome uno—. Te gustará cuando lo pruebes.

—Pero sabes perfectamente que yo no me meto esta cosa en el cuerpo. Además, si mi padrastro llega a darse cuenta, definitivamente me asesina —le respondí, moviendo suavemente la cabeza de un lado a otro y sonriendo.

—Solo es para relajarnos, no va a pasar nada. ¿Sabes cuánto me costó conseguirlos? Son cogollos de la mejor calidad —se mostró molesto ante mi respuesta—. Me esforcé en preparar todo para ti, y ahora me sales con esto.

—Está bien, Eduardo. Tú ganas —dije finalmente, sentándome en el amplio sillón de cuero negro y recargando mi espalda contra el acolchado respaldo. Recibí uno de los cigarrillos—. ¿Se fuman igual que uno de tabaco? —Observé el cigarrillo, mucho más fino que uno de tabaco y sin filtro.

—Sí, solo que debes aspirar con más fuerza y tratar de contener el humo todo lo que puedas en tu sistema —encendió primero el suyo, dándome una demostración gráfica.

Lo imité, encendí el cigarrillo de marihuana y aspiré con fuerza, ahogándome con las primeras caladas. A medida que pasaban los minutos, comencé a sentirme mucho más ligera. Era como si por arte de magia alguien hubiera sacado la pesada carga de mis hombros. En ese momento, mientras fumaba en el sillón, olvidé todo lo que me preocupaba o lastimaba.

Simplemente me dejé llevar por las sensaciones del momento y reí, reí tanto que incluso me dolieron las costillas. ¿Así se sentía ser feliz? Me sentía feliz cuando estaba con mis hermanos pequeños, cuidándolos, preparando los postres y comidas que tanto les gustaban, contando cuentos o asistiendo a sus reuniones en la escuela. Pero esa versión de la felicidad era muy diferente a la que experimentaba ahora. La felicidad de este momento era falsa, tan plástica, con un tiempo de caducidad que duraría solo las horas que el efecto de la droga me brindara.

—¡Esto es la puta gloria! —exclamó Eduardo, con una risita boba en el rostro. Sus ojos se volvieron más pequeños y su expresión estaba completamente relajada.

Lo observé, recorriendo con la mirada cada centímetro de su rostro masculino. Su piel pálida, sus ojos pardos, su nariz recta y aguileña, su mandíbula bien definida, su cabello castaño oscuro siempre tan desordenado y sensual. De pronto, fijé la mirada en sus labios, que me resultaban jodidamente sensuales, y el impulso por besarlo me dominó.

—¿Te gusta lo que ves, Jill? —dijo de pronto, con un tono de bromista.

—Mucho —respondí con soltura.

Eduardo no perdió el tiempo; se acercó y me tendió la mano. Sin titubear la sostuve, y él me guió hasta su habitación. Una vez dentro, me estrelló contra la pared y atacó mis labios. Ante el beso tan rudo, salvaje y excitante que compartíamos, no pude evitar jadear. Eduardo se sintió arder al oír el sensual jadeo que acababa de lanzar.

—Me muero de ganas de hacerte el amor; no te imaginas cuánto tiempo llevo fantaseando con esto, Jill —susurró sobre mis labios.

—Estoy nerviosa, Edu... —mi voz salió en un susurro tembloroso—. Es mi primera vez... Nunca estuve con alguien más...

—Tranquila, yo me ocuparé de hacerte sentir muy bien —respondió, volviendo a estampar sus labios contra los míos y besándome con hambre, mientras sus manos viajaban por mi contorno, centrando su atención en amasar mis pequeños pechos.

Eduardo se mostró desenvuelto y experimentado, sabía dónde tocar y descubría con facilidad mis puntos erógenos más sensibles. Me llevó a la cama y, sumida en un mar de sensaciones, no me percaté de la luz roja que parpadeaba en la pared frente a nosotros. Él tampoco me dio tiempo de indagar en su habitación; se colocó horcajadas sobre mí y, con maestría, me quitó la sudadera y el sujetador, dejando mis pequeños pechos al descubierto.

—Mira cómo me pones, mi amor... —tomó mi mano y la colocó sobre su hombría. Jadeé al sentirlo tan grande y duro.

Eduardo me observó durante largos minutos, sin decir nada, solo recorriéndome con la mirada de arriba hacia abajo. La intensidad de su mirada me hizo sentir expuesta, como si necesitara cubrirme con mis manos, pero él me lo impidió. Me quedé estática, estremeciéndome de pies a cabeza cuando su húmeda lengua comenzó a recorrer mi piel desde el cuello hasta uno de mis senos.

Él besaba, chupaba, succionaba y arrancaba gemidos cargados de placer de mi garganta mientras me retorcía bajo su cuerpo. Estaba tan hundida en las emociones que provocaba en mí que ni siquiera me percaté de que quedé completamente desnuda frente a él. Volví a la realidad cuando sentí sus dedos acariciar mi clítoris. La sensación resultante fue tan placentera que cubrí mi boca con ambas manos para no gritar.

—Estás empapada —retiró sus dedos de mi vagina y me mostró lo empapados que estaban—. Abre la boca.

Sentí que debería cuestionar sus órdenes, pero mi cerebro estaba medio adormecido por la marihuana y simplemente obedecí, abriendo la boca para él. Introdujo sus dedos en mi tibia y húmeda cavidad, y yo chupé con torpeza, saboreando el sabor agridulce de mis propios fluidos. A pesar de lo desagradable que eso podría haber sido, curiosamente me excitó aún más.

Lame, chupé y succioné aquellos dedos grandes y gruesos con desesperación. Eduardo estaba completamente duro ante tal escena y no podía esperar más para hundirse en mí. Retiró los dedos de mi boca y jadeé al sentir mi boca vacía. Él separó más mis piernas y se acomodó entre ellas, alineando su pene con mi húmeda entrada y empujándose lentamente, hasta sentir su pelvis chocar contra mis caderas.

—Joder, Jill, estás tan apretada... —estaba tan sumido en la excitación del momento que poco le importaba si yo respondía o si tenía lágrimas en el rostro—. Te voy a follar hasta que no puedas caminar; te enseñaré lo que es tener una buena verga dentro —dijo, dando una embestida profunda.

De pronto, toda la excitación que había sentido al principio se esfumó. La intromisión en mi interior fue brusca y descuidada, resultando bastante dolorosa; Eduardo embestía con entusiasmo, ignorando mis jadeos y súplicas lastimeras. Apreté los puños contra las sábanas con fuerza, intentando resistir estoicamente hasta que él terminara.

Lo que había comenzado como un sueño se había convertido en una jodida pesadilla. No podía entender cómo a las mujeres les podía gustar tanto el sexo. Fijé mi mirada en Eduardo; él parecía tan absorto y sumido en lo que hacía, su rostro reflejaba puro placer y satisfacción. Al menos uno de los dos parecía pasarlo bien.

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