Capítulo 5 Capitulo 5
Al final, nada fue como esperaba. El sexo me resultó doloroso y una rotunda pérdida de tiempo; sin embargo, no me atreví a decírselo a Eduardo. Eso no fue lo peor. La marihuana que fumé me sentó tan mal que terminé vomitando casi toda la noche. Sin mencionar el intenso palpitar en mi cabeza y una extraña sensación de pánico que me agobiaba. Todo era confuso y extraño; a ratos me sentía ajena en mi propio cuerpo. Definitivamente, nunca más en mi vida volvería a probar alguna droga.
Cuando finalmente me sentí un poco mejor y logré meterme en la cama, noté que Eduardo se mostraba distante y esquivo. ¿Estaba enojado conmigo? Realmente no tenía motivos para estarlo; yo no me quejé a pesar de lo desagradable que me resultó el acto sexual. Y si me sentí mal después, fue porque él me obligó a fumar marihuana. Queriendo romper el hielo entre ambos, me acurruqué contra su espalda y, perezosamente, lo rodeé con uno de mis brazos. Ante mi solo tacto, él se tensó.
—¿Estás enojado? —No pude contener más las ganas de saber qué pasaba, así que decidí encararlo.
—No, no estoy enojado, simplemente estoy cansado —respondió a regañadientes.
—Pero...
—Siento que, después de todo esto, Jill, todo va a cambiar entre nosotros y necesito mentalizarme para ese cambio —suspiró pesadamente y su voz tembló.
—Los cambios son normales y nuestra relación cambiará para mejor —intenté tranquilizarlo, repartiendo besos por su espalda desnuda, pero él se puso más rígido aún.
—No sé si mañana pienses lo mismo... —su voz se oyó quebrada y, por un instante, creí que Eduardo estaba llorando. Preferí no indagar más en el tema y lo dejé tranquilo.
Por la mañana, muy temprano y sintiéndome un poco mejor, volví a casa sola. Eduardo prefirió quedarse en la cama; le pareció una idea mucho más atractiva ignorarme. Al llegar, me colé por la puerta trasera de la cocina y agradecí a todos los santos que mi padrastro aún durmiera. Tenía tantas ganas de adentrarme en mi húmeda habitación y dormir todo el maldito día, pero era un lujo que no podía darme. Alejo, mi padrastro, despertaría dentro de un rato, y cada domingo debía hornear pan amasado, ya que le gustaba desayunar con pan recién horneado.
Aquel día domingo, fui como un espectro deambulando por la casa. Mi único consuelo fueron los mimos de mis hermanitos. Sin embargo, lo peor llegó el lunes, cuando tuve que asistir a la escuela; fue en ese momento en que las palabras de Eduardo me hicieron sentido...
Como cada mañana, preparé el desayuno y alisté a mis hermanos para la escuela. Ya me sentía mucho mejor, así que andaba con mi habitual sonrisa y buen humor. Tenía muchísimas ganas de llegar y ver a Eduardo; quizás aprovechar los recreos para pasar más tiempo juntos. Como siempre, dejé a mis dos hermanos en sus respectivas escuelas antes de ir a la mía.
Nada más llegar al instituto, sentí decenas de miradas sobre mí, algo que, de por sí, me extrañó bastante, ya que siempre fui de muy bajo perfil. Nunca fui una chica llamativa o popular; simplemente pasaba desapercibida para todos. Mi buen humor y optimismo empezaron a evaporarse con cada paso que daba. Los cuchicheos a mis espaldas resultaban bastante molestos, pero no tuve el valor de detenerme y preguntar de qué carajo se reían. A medida que avanzaba, era mucho peor; incluso algunas chicas me miraban de manera despectiva y otras arrojaban comentarios mordaces y desagradables.
—Es una zorr@ y se hacía la mosca muerta —escuché que una de las chicas decía.
—Es mejor ni acercarse a alguien como ella; imagínate, pensarían que somos tan put@s como ella —dijo otra chica con voz gangosa.
¿Qué demonios estaba pasando? Era evidente que algo no andaba bien e instantáneamente pensé en Eduardo. ¿Le habría contado algo a sus amigos y ellos lo divulgaron? Rápidamente descarté esa teoría; no creía que Eduardo fuera capaz de algo así. Él conocía mi situación con mi padrastro y sabía que nadie podía enterarse de lo que teníamos. ¿Entonces por qué se referían a mí de esa manera? El viernes anterior era una alumna invisible a los ojos de todos; de pronto, todos los ojos parecían posados en mí.
Necesitaba aclarar la situación, sacarme esa espina que tenía atorada en el centro del pecho, así que sin más, comencé a buscar a Eduardo por todo el instituto. Finalmente logré encontrarlo. Estaba en el patio trasero, junto a su grupo de amigos. Desde donde estaba, podía escucharlos reír a carcajadas, mientras Eduardo gesticulaba exageradamente con las manos.
Por un momento pensé en la posibilidad de darme la media vuelta e irme, hablar con él en otro momento, pero no soportaba las miradas que me daban en el patio. Los amigos de Eduardo eran unos rotundos imbéciles y los evitaba lo más posible, pero en esta ocasión, dada la urgencia, no podía esperar. Decidida, avancé hasta donde él estaba, sintiéndome inmediatamente cohibida cuando la mirada de todos los presentes se fijó en mí.
—Miren nada más a quién tenemos aquí —una risa desdeñosa se instaló en el regordete rostro de Paul—. ¡La más put@ de la escuela! ¿Quién lo diría, no?
Al escuchar aquellas palabras, sentí como si me hubieran arrojado un balde de agua fría. Me sentía petrificada en mi sitio e inmediatamente giré la cabeza buscando silenciosamente una explicación. Eduardo tenía que decir algo y explicarme qué demonios estaba pasando.
—Para ser la más fácil de la escuela, chillaste bastante cuando Eduardo te folló —dijo otro de los chicos del grupo. Todos comenzaron a reír—. ¿Acaso eres de esas put@s que fingen ser vírgenes? —Las risas se tornaron más estruendosas.
Ante esas palabras, sentí que me ahogaba; de pronto, olvidé cómo respirar. Mis ojos celestes se llenaron de lágrimas a causa de la humillación que sentía en ese momento, pero jamás se apartaron de los ojos de Eduardo, que no se atrevía a sostenerme la mirada. ¡Maldito bastardo!
—Eduardo... —dije apenas con un hilo de voz. Necesitaba que dijera algo, que lo negara todo, que afirmara que era un maldito malentendido.
—Por favor, Jill... Ya no me busques más; al menos ten un poco de dignidad y déjame en paz —Eduardo se mostró serio y sus palabras fueron más bruscas de lo que él pretendía.
—Pero... —recargué mi espalda contra una de las paredes más cercanas, tratando de recuperar el equilibrio, porque de pronto todo se movía bajo mis pies.
—¿Qué es lo que no entiendes, Jill? —él alzó una de sus cejas y esbozó una sonrisa torcida y burlesca—. Tan solo quería follarte; con los chicos apostamos a que serías igual de fácil que todas y me abrirías las piernas por un poco de yerba. Como la buena put@ adicta que eres, me dejaste hacerte de todo por un poco de marihuana —se cruzó de brazos e infló el pecho al verse apoyado por su grupo de amigos—. ¿Realmente creíste que te quería? ¿Quién podría querer a alguien como tú? Ni siquiera tu propia familia te quiere...
—Eduardo... —mis ojos comenzaron a escocer y los latidos de mi corazón se tornaron erráticos.
—Ya no me apetece follarte nuevamente, así que ve a buscar droga a otro lado —todos rieron.
—¿Por qué todo el mundo se ríe de mí y cuchichean a mis espaldas? —pregunté con voz entrecortada.
—Porque parte de la apuesta era que Eduardo subiera a la red el momento en que te follaba; todos queríamos ver cómo gritabas a la hora de ser cogida por una buena verga —comenzaron a reír nuevamente—. Pero si estás tan necesitada de verg@, entonces ven, puedo hacerte el favor antes de entrar a clases.
Era pequeña de estatura y bastante menuda, pero aun así saqué fuerzas de donde no tenía y, con decisión, me acerqué a Eduardo, propinándole un fuerte puñetazo en plena boca. Fue tal el impacto del golpe que él retrocedió un par de pasos y la sangre saltó inmediatamente. Los abucheos por parte de sus amigos no se hicieron esperar, pero a mí no me importó; me di la media vuelta y salí corriendo del instituto. Ese día no entré a clases; vagué por el parque tratando de encontrar una solución a mi problema y me oculté entre un montón de arbustos para poder llorar.
