Capítulo 1 CAPÍTULO 1: EL COMPROMISO
Ariane
El vidrio del parabrisas me devuelve un reflejo que casi no reconozco. El maquillaje perfecto, el peinado recogido y el vestido beige que mi madre eligió porque “la elegancia nunca pasa de moda”.
Parezco una mujer segura, lista para una nueva vida, pero por dentro sigo temblando como aquella muchacha que una vez pidió auxilio en silencio.
Frente a mí, la mansión Devereaux se levanta con todas sus luces encendidas, resplandeciente y lejana, como un palacio hecho para recordar a la gente común que no pertenece allí.
Respiro hondo, sé que si bajo del auto, ya no hay vuelta atrás. Damien me dijo que todo sería distinto, que su familia aprendería a quererme, que bastaba con sonreír, y yo he aprendido a sonreír aunque me duela.
Cuando el chofer abre la puerta, el aire de la noche me golpea con olor a lavanda y a lluvia reciente. Mis tacones suenan mientras camino, marcando el compás de mi miedo.
Dentro, las voces se mezclan con música de cuerdas. Cierro los dedos sobre el pequeño bolso que llevo y trato de recordar la única razón por la que estoy aquí: le debo demasiado a Damien Devereaux.
—Bienvenida a tu nueva casa —dice él, esperándome al pie de la escalera.
Su sonrisa tiene esa perfección que me desarma; la sonrisa de alguien que siempre obtiene lo que quiere. Me tiende la mano y yo se la doy. Su palma está tibia, firme y segura, me aferro a esa seguridad porque no tengo otra.
El salón principal parece salido de un sueño: candelabros, alfombra roja, copas doradas. Mi madre ríe con la esposa del señor Devereaux como si llevaran toda la vida siendo amigas.
Isabelle, mi hermana menor, se mantiene al margen, con los brazos cruzados y esa expresión que siempre me incomoda, pareciera que estuviera enojada todo el tiempo, aunque eso también la hace ver adorable.
No necesito escucharla para saber lo que piensa, que esta es una completa locura.
Pero ella no tiene idea de lo ha pasado, no me atrevía decirle lo mucho que le debo a este hombre porque la vergüenza no me lo permite. Damien ha sido mi salvación más de una vez.
Cuando mi padre murió y los acreedores comenzaron a acosarnos, fue él quien apareció, él habló con los abogados, pagó las deudas y me dijo que lo hacía por amor. Y yo, que nunca había sentido que alguien me escogiera de verdad, creí cada palabra.
Un camarero deja caer una bandeja y el sonido de una copa al chocar me sobresalta. Por un segundo, la luz del salón desaparece y estoy otra vez en la oscuridad.
El recuerdo llega sin aviso, como si alguien abriera una puerta cerrada durante años.
Las risas, la música, las luces girando sobre las paredes. Yo tenía diecisiete años y estaba nerviosa porque era la primera vez que asistía a una gala tan importante.
Llevaba puesto un hermoso vestido blanco, demasiado ajustado, pero me gustaba porque resaltaba las curvas de mi cuerpo que me había empeñado en esconder. Mi madre dijo que ya era una señorita y que debía lucir los atributos de una jovencita para conseguir un buen prospecto antes de que me “marchitase”.
La fiesta transcurría con normalidad, yo reía con mis amigas cuando un mesero pasó ofreciendo champaña. No sabía que el sabor dulce podía ser tan fuerte, era la primera vez que probaba alcohol.
Al principio solo sentí calor, como si el aire se volviera más pesado y la música más lenta. Las luces me deslumbraban y comencé a sentirme mareada. Fue entonces cuando sentí una mano rozar mi espalda.
—¿Estás bien? —preguntó una voz masculina grave. Asentí, aunque mi garganta estaba seca.
Di un paso atrás, buscando apoyarme en la pared, pero tropecé con el borde de la alfombra. La copa cayó y el líquido se esparció por el suelo.
Alguien me sostuvo antes de que cayera por completo.
—Cuidado… te vas a lastimar —dijo esa misma voz, y el sonido me hizo temblar.
Recuerdo el olor de su perfume, el roce de su camisa contra mi piel desnuda del hombro. Quise dar las gracias y marcharme, pero mis palabras salieron torcidas, todo me daba vueltas.
—Necesitas sentarte —murmuró el hombre, guiándome por el pasillo.
El salón principal quedó atrás y solo quedaron las sombras. Mi cuerpo se sentía cada vez más pesado, me costaba mantener los ojos abiertos. Intenté decir que no, que estaba bien, pero mi voz no salía. El suelo cambió de textura: alfombra, madera, luego frío.
Traté de apartarme, de pedir ayuda, pero mi mente ya no respondía.
Solo recuerdo fragmentos… una respiración muy cerca, la camisa del hombre abierta y, sobre su pecho, una marca en forma de media luna… Después, la oscuridad.
Cuando desperté, la música había cambiado, pero eso no era lo único, sabía que algo horrible me había pasado, mi mente no lo recordaba, pero mi cuerpo sí. Me sentía sucia, ultrajada. Estaba recostada en un sofá, mareada, con la cabeza doliéndome como si me hubieran golpeado.
Intenté incorporarme y vi a Damien.
—Ariane… —susurró él, arrodillado frente a mí—. ¿Estás bien? Te estuvimos buscando por horas.
Su voz temblaba, en su mirada había preocupación y algo más, algo que no supe descifrar. Yo no podía hablar, solo asentí. Damien me ayudó a levantarme, me llevó hasta su auto y prometió que nadie sabría nada, que me llevaría a casa y todo quedaría entre nosotros.
Desde aquella noche, creí que le debía la vida. Y juré que jamás volvería a pisar esta casa, pero estoy aquí de nuevo, y todos aplauden cuando Damien anuncia nuestro compromiso. Mi madre se lleva las manos al pecho, emocionada; Isabelle ni siquiera finge una sonrisa.
Damien me acerca una copa de champaña y murmura:
—Ya no tienes que temer nada, Ariane. Todo va a estar bien.
Yo quiero creerle. Brindo, sonrío y beso su mejilla.
Entonces algo me ocurre: un escalofrío en la nuca, como si alguien me mirara desde lejos. Miro hacia la escalera y veo a un hombre que se detiene en el último peldaño.
Es alto, lleva puesto un traje oscuro y la mirada gris. Debe de tener cuarenta y tantos años, su presencia impone, pero no es solo eso, hay algo en él que silencia a todos, incluso a Damien, que baja el tono al saludarlo.
—Padre —dice Damien, y aprieta mi mano—. Quiero presentarte formalmente a Ariane Morgan.
Alexander Devereaux desciende despacio, cuando se acerca, percibo el olor tenue del whisky. Su rostro es severo, de rasgos tallados. No hay duda de que es el padre de Damien, el hombre es muy atractivo, pero hay algo cansado en su mirada, algo que no esperaba ver en un hombre tan poderoso.
Inclina la cabeza en un gesto cortés.
—Un placer, señorita Morgan.
—El placer es mío, señor Devereaux —respondo, y no puedo evitar sentirme intimidada.
Su voz es grave, profunda, y me vibra en el pecho como un eco. No sé por qué, pero me dan ganas de apartarme. Él nota mi incomodidad y su mirada se suaviza.
Por un instante, el bullicio del salón se apaga y solo escucho su voz. No sé por qué, pero la reconozco, esa voz… ya la he escuchado antes y aunque no puedo ubicar dónde, me produce el mismo escalofrío que sentí aquella noche cuando alguien me sostuvo para que no cayera.
Alexander inclina apenas la cabeza, con educación, sin dejar de observarme. Nada en su gesto es impropio, pero la forma en que sus ojos recorren mi rostro es demasiado analítica.
—Espero que esta vez disfrute la velada —dice con serenidad.
—¿Esta vez? —pregunto, sin pensar.
Él sonríe apenas.
—Tengo entendido que no le agradan demasiado las fiestas.
Mi garganta se seca. ¿Cómo lo sabe? ¿Damien se lo dijo? Intento responder, pero Damien aparece justo entonces y pone un brazo sobre mis hombros.
—Padre, ¿no es pronto para interrogar a mi prometida? —dice con un tono de broma.
Alexander no aparta la mirada.
—Solo conversábamos. —Sus ojos vuelven a los míos—. ¿No es cierto, señorita Morgan?
El corazón me da un vuelco, no sé por qué este hombre me pone tan nerviosa, tal vez estoy imaginando cosas.
Sonrío por cortesía y me aferro a Damien como si eso bastara para poner distancia. Catherine, mi futura suegra, nos observa con una sonrisa tan perfecta que me eriza la piel.
Las conversaciones continúan, pero yo ya no escucho nada. Cada palabra del señor Devereaux me sigue resonando en el pecho .No sé si es miedo o simple nerviosismo, pero no logro apartar la sensación de que esa voz, la suya, alguna vez me susurró algo al oído. Algo que no quiero recordar.
