Capítulo 2 CAPÍTULO 2: SOMBRAS BAJO EL CRISTAL

Alexander

Detesto las fiestas, detesto los rostros pintados con sonrisas falsas, las conversaciones ensayadas y los brindis que no significan nada, pero esta noche en particular, todo eso me resulta aún más insoportable.

Me mantuve lo más lejos posible del centro del salón mientras Damien anunciaba su compromiso. Fingí escuchar a la madre de la chiquilla y sonreí lo necesario, pero en realidad solo la observaba a ella.

No sabría explicar por qué. No es diferente de las demás, y sin embargo hay algo en su manera de moverse… esa quietud, esa mirada que parece pedir permiso para respirar. No es la primera vez que veo esa expresión en alguien que está a punto de entrar a este mundo y no sabe que van a devorarlo.

Damien habla demasiado, Catherine brilla como si la luz la obedeciera, y yo… ya no tengo paciencia para el teatro.

Cuando se mi hijo y la chiquilla se van a la terraza, aprovecho para subir a mi despacho.

Necesito silencio. El whisky y la soledad son lo único que aún no me contradicen.

Apoyo la copa sobre el escritorio y me quito el saco. Aflojo el nudo de la corbata y observo mi reflejo en el cristal del ventanal, el hombre que me mira de vuelta parece más viejo de lo que recuerdo, más cansado, quizá porque lo está.

No pasa mucho antes de que la puerta se abra sin permiso. Solo una persona en esta casa se atreve a hacerlo.

—Por lo visto, brindar con tu hijo no estaba en tu lista de prioridades —dice Catherine con su voz afilada.

Lleva puesto un vestido de seda roja. Hermosa, como siempre, pero vacía. Las apariencias son lo único que le importan.

—No brindo por farsas —respondo sin girarme.

La escucho acercarse, el sonido de sus tacones es tan preciso que parece medir el tiempo entre sus palabras.

—Farsas… —repite, como si saboreara la palabra—. Te refieres a la boda, supongo.

—Me refiero a todo esto. —Bebo un sorbo de whisky y al fin la miro—. A ese teatro que montaste para limpiar tu reputación.

—Mi reputación está intacta —replica con frialdad—. La que se tambalea es la tuya, Alexander. Un divorcio en este momento sería un escándalo.

—No me interesa el escándalo.

—A mí sí. —Su tono sube apenas un grado—. Damien necesita estabilidad, una familia unida. No puedes destrozar eso por un capricho.

—¿Capricho? —dejo la copa sobre la mesa con un golpe seco—. Llevamos años fingiendo una unión que murió el día que te importó más el apellido que el hombre que lo llevaba.

Catherine sonríe sin humor.

—Y aun así, te mantuviste a mi lado. Qué curioso.

—Por conveniencia, igual que tú.

Nos observamos como dos extraños que alguna vez se amaron y ya no recuerdan por qué. Ella da un paso más cerca, lo justo para oler su perfume caro.

—No dejaré que me humilles, Alexander. Ni que destruyas a nuestro hijo.

—Nuestro hijo se destruye solo.

Su mano tiembla apenas.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Sabes exactamente lo que quiero decir —murmuro.

Catherine me sostiene la mirada, pero la aparta enseguida. Se dirige al escritorio, abre un cajón sin permiso, buscando algo.

—No cambies de tema. —Revuelve papeles hasta que sus dedos se detienen sobre un objeto metálico—. ¿Y esto?

Me tenso. Ella sostiene el collar de plata entre los dedos, observándolo con una sonrisa venenosa.

—No recordaba que te gustaran las joyas femeninas —dice, girándolo entre la luz.

—Déjalo.

—¿Una amante, quizá? ¿Es por ella que quieres divorciarte?

Camino hacia ella despacio, sin responder. No necesito gritar para imponerme; basta con mi silencio. Cuando estoy lo bastante cerca, le quito el collar de las manos y lo guardo otra vez en el cajón.

—Ese collar no es tu asunto.

Catherine me mira con los labios entreabiertos, pero no retrocede.

—Te conozco demasiado bien. Si no fuera de una mujer, no lo esconderías así. ¿Quién es, Alexander?

—No hay nadie.

—Mentiroso. —Su voz se quiebra, apenas—. Siempre hay alguien.

—No esta vez.

El silencio cae entre nosotros, por un instante, su expresión cambia: ya no es la esposa altiva, sino una mujer que se niega a aceptar que ha sido reemplazada, aunque no sepa por quién.

—Eres un hombre patético —susurra—. Todo tu poder, toda tu frialdad, y no puedes sostener ni tu propio matrimonio.

—No pretendo sostener una farsa.

Catherine retrocede un paso. Se cruza de brazos, irguiéndose con la elegancia de siempre.

—Entonces finge. Por lo menos hasta que Damien esté casado.

La miro en silencio. Ella sostiene el desafío con la barbilla alta, aunque su voz le tiembla.

—Después haz lo que quieras, Alexander. Destrúyelo todo si es necesario, pero no antes.

No contesto, no porque esté de acuerdo, sino porque ya no hay nada que decir. Ella entiende el gesto y se da la vuelta. Antes de salir, se detiene en el umbral.

—Y limpia tus manos, querido —dice sin mirarme—. El olor del whisky no se disfraza tan fácilmente.

Cuando la puerta se cierra, el silencio vuelve. El collar brilla débilmente bajo la luz, lo saco del cajón y lo sostengo un momento, el metal frío me arde en la palma.

Todavía no tengo claros los recuerdos de aquella noche, de cómo llegó este collar a mis manos. Tampoco sé por qué lo guardo, ni por qué, al tocarlo, una punzada de inquietud me recorre, pero algo me dice que no debería haber dejado que Catherine lo viera.

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