Capítulo 3 CAPÍTULO 3: LA MARCA
Ariane
Nunca pensé que una boda pudiera sentirse más como una transacción que como una celebración, pero aquí estoy, sonriendo ante un ejército de flores blancas como si este fuera el día con el que soñé desde niña.
La mansión está más luminosa que el día del anuncio. Los arreglos son impecables, todo huele a rosas y a dinero. Mi madre no deja de dar órdenes, Catherine pasea como reina dueña del palacio y Damien… Damien está hermoso. Guapo, elegante, esa clase de hombre que cualquier mujer de sociedad querría para presumir. Y voy a ser su esposa.
Debería estar feliz.
—Estás preciosa —dice Helena, acomodándome un rizo suelto—. Recuerda sonreír cuando entren los fotógrafos.
La ceremonia es en el jardín, bajo un arco de buganvillas blancas. El juez habla, Damien me mira con esos ojos azules que siempre me han dado seguridad y, por un momento, entre la música y los flashes, me convenzo de que estoy haciendo lo correcto. Él me salvó, me sacó de la peor noche de mi vida. Casarme con él no es solo interés: es pagar una deuda.
Ambos firmamos, hay aplausos, copas alzadas y besos en las mejillas. Isabelle me abraza más fuerte de lo necesario.
—Si algo sale mal, me llamas —me susurra.
—Todo va a salir bien —le respondo, como si yo misma lo creyera.
Después viene la recepción con música suave dentro del salón principal, las mesas de cristal y el piano. Yo camino entre los invitados con mi copa, saludando y memorizando nombres. Damien se separa porque tiene que atender a unos socios. Catherine me presenta como “mi nuera”. Mi madre no cabe en sí.
Y entonces lo veo, a Alexander, mi nuevo suegro.
Lleva puesto un traje negro, camisa blanca perfectamente planchada y una copa de vino en la mano. Habla con dos hombres mayores, pero ni siquiera son los hombres lo que hace que el ambiente cambie: es él. Tiene esa forma de estar que hace que todos se acomoden alrededor sin darse cuenta.
Mi estómago se contrae. No lo había visto desde la noche del anuncio, y otra vez, como entonces, la voz que escuché en el recuerdo se superpone con la suya. “¿Estás bien?” “Tienes que recostarte.” Esa voz era así, firme, baja y autoritaria.
Sacudo la cabeza. No, no empieces con eso justo hoy.
Una camarera pasa junto a mí con una bandeja de copas. La tomo para seguir el juego de la fiesta y en ese momento Damien me llama desde el otro extremo del salón.
—Ariane, ven un segundo.
Me giro… y no veo al camarero que viene detrás. Todo ocurre muy rápido.
Choco y tropiezo, en mi intento por no caer, mi brazo se abre hacia un lado y la copa que llevo se vuelca sobre la primera persona que tengo más cerca… Alexander.
El vino rojo le cae directo sobre la camisa blanca. Un desastre perfecto.
—¡Dios mío! —se me sale la voz, ahogada—. Lo siento, lo siento, señor Devereaux, no lo vi…
Él baja la mirada a su pecho manchado, luego la eleva hacia mí. Su expresión no es de furia, pero tampoco de indulgencia. Es ese tipo de gesto que hace que quieras pedir disculpas de rodillas.
—Respira —dice simplemente—. Es solo una camisa.
—Yo… voy a traerle una toalla, algo, no puedo dejarlo así.
—No es necesario.
—No, por favor, fue mi culpa.
Sin esperar más, me alejo casi corriendo hacia el pasillo lateral, donde sé que están las habitaciones de invitados y el baño de servicio. Mi corazón golpea más por la vergüenza que por el susto. ¿El día de mi boda y mancho al patriarca de la familia? Mi madre me mata.
Tomo una toalla limpia de la alacena y regreso rápido. Algunas personas aún se ríen de algo, nadie parece haber notado la escena, pero él sí se fue: ya no está en el salón.
Pregunto a un empleado y me indica con un gesto de cabeza el pasillo del primer piso.
Subo corriendo, el ruido de la fiesta se va quedando abajo. Aquí todo es silencio, madera, retratos de los Devereaux enmarcados. Camino hasta la puerta entreabierta de la habitación principal. Dudo un segundo, pero toco.
—¿Señor Devereaux? Le traje… —empujo la puerta.
Me quedo sin aire.
Alexander está de espaldas, frente al vestidor, quitándose la camisa manchada que cuelga del antebrazo, y el movimiento de sus músculos bajo la piel tensa me deja sin aliento. Él se pasa una mano por el cabello hacia atrás y deja su torso al descubierto.
Es un hombre que impone incluso en silencio. Alto, sólido, con el tipo de presencia que llena una habitación sin necesitar palabras.
Su espalda es amplia, definida; la luz de la lámpara resalta los tonos dorados de su piel. No es un hombre joven. Es peor: es un hombre que sabe lo que provoca.
Trago saliva. Siento la vergüenza subir desde el cuello hasta las mejillas, pero no consigo apartar la mirada.
Entonces él se vuelve.
El movimiento es lento, natural. No parece sorprendido de verme, solo curioso, y es en ese instante, cuando su torso queda de frente a la luz, que la veo.
Una marca en forma de media luna, irregular, oscura contra su piel. Exactamente en el mismo lugar que mi memoria guardó de aquella noche.
El aire me abandona. Todo mi cuerpo se congela. Él frunce el ceño al verme allí, inmóvil.
—¿Señorita Morgan? Creí que le había dicho que no era necesario.
Pero su voz… esa voz… es la misma.
La misma que aquella noche me dijo “tranquila”, “te vas a caer”, “te voy a llevar a una habitación”.
No recuerdo un rostro, pero recuerdo esa voz… es la misma. El mismo tono bajo, la misma autoridad velada por una calma peligrosa.
Sujeto la toalla con ambas manos, intentando esconder el temblor.
—Yo… vine a disculparme —digo, sin reconocer mi propia voz—. Por la copa.
Alexander da un paso hacia mí. No es un movimiento brusco, pero mi cuerpo reacciona como si lo fuera. Él se detiene.
Sus ojos, grises, me recorren de arriba abajo con un gesto que no logro descifrar.
—No tiene nada que disculpar —dice finalmente, y alarga la mano para tomar la toalla.
Cuando sus dedos rozan los míos, un estremecimiento me recorre. El tiempo se quiebra.
No estoy aquí, estoy en aquel pasillo oscuro escuchando esa misma voz diciéndome que camine, que me siente. Incluso puedo percibir el olor a licor y madera, y la misma sensación de no poder gritar.
La memoria se despliega como un relámpago.
Su cuerpo encima del mío, el dolor, la respiración agitada de un hombre y esa maldit4 marca brillando sobre su pecho mientras sus manos me inmovilizan y yo, sin poder defenderme, solo puedo ser la espectadora de mi pesadilla mientras me arrebata mi inocencia sin piedad.
Vuelvo al presente de golpe.
Él está frente a mí, secándose el pecho con la toalla, sin notar que apenas puedo respirar.
—Está muy pálida —dice, serio—. ¿Le pasa algo?
Niego con la cabeza. Intento hablar, pero no me sale la voz, solo logro retroceder un paso, torpe.
—Estoy bien. —Mi mentira suena hueca.
—¿Segura? —Él da un paso más, y yo uno atrás.
Cada centímetro de distancia entre nosotros se siente insuficiente. Su mirada me atrapa. Es fría, pero hay algo en ella que me paraliza. Mi corazón late tan rápido que temo que lo escuche.
—No debe tenerme miedo, Ariane —dice mi nombre como si lo probara, y me deja sin aire.
No lo soporto, no puedo escuchar su voz diciendo mi nombre porque ahora me grita en la cabeza: esa noche, fue él. Él me vi0ló.
—Necesito… bajar —murmuro, esquivando su mirada—. Damien debe estar buscándome.
—Sí —responde, con un tono extraño—. Hágalo.
Pero cuando intento pasar junto a él, su brazo se mueve apenas, rozando el mío y eso es suficiente para que un escalofrío me recorra. Me invade un temblor involuntario, una mezcla insoportable de miedo y otra cosa que no quiero nombrar.
Salgo casi huyendo, sin mirar atrás.
Bajo las escaleras despacio, tratando de recuperar el aire, pero cada paso me pesa más que el anterior. La música sigue sonando en el salón, la gente ríe, nadie nota nada. Solo yo, con las manos heladas y la mente destrozada.
Ahora lo recuerdo todo, la marca, su voz, su olor. Mi mente une cada fragmento hasta formar un único rostro, el de Alexander Devereaux.
El hombre que hoy es mi suegro. El hombre que acabo de ver medio desnudo. El hombre que, según mi memoria, fue quien me robó todo.
Me apoyo en la barandilla para no caer, siento que voy a vomitar, pero lo único que sale de mis labios es un susurro ahogado, apenas audible entre la música y los aplausos:
—Fuiste tú.
Nadie me escucha, y aun si alguien lo hiciera, ¿quién creería una historia así?
