Capítulo 4 CAPÍTULO 4: LA NOCHE DE LA TORMENTA
Ariane
No veo nada. Solo luces que se mezclan, rostros confusos y murmullos que se vuelven ruido blanco. Corro por el pasillo como si el aire me quemara los pulmones, y el vestido, ese vestido blanco de encaje y tul, se enreda en mis piernas como una trampa.
No pienso, solo huyo, mi corazón golpea tan fuerte que siento que se me va a salir del pecho. Necesito salir de esa habitación, de esa casa, de ese hombre.
Cuando llego al vestíbulo, las voces del salón me golpean de frente: risas, copas, música. Nadie se da cuenta de que la novia acaba de escaparse del piso superior llorando. Nadie, excepto mi madre.
—¡Ariane! —su voz me corta el aire—. ¿Qué demonios haces?
Intento responder, pero no puedo, las lágrimas me nublan la vista. Ella me agarra del brazo con fuerza, con ese gesto que usaba cuando era niña y hacía algo que la avergonzaba en público.
—Mamá, no… —susurro, tratando de soltarme.
—¿Qué pasa contigo? —su voz se endurece—. ¿Por qué estás llorando?
Sacudo la cabeza.
—Fue un error. No debí casarme con él… no debí hacerlo.
Su expresión cambia en un segundo, del susto pasa a la furia. Me arrastra a un rincón del pasillo, detrás de una columna, lejos de los invitados.
—No digas estupideces, ¿me oyes? —me susurra con los dientes apretados—. Ni se te ocurra hacer una escena hoy.
—Mamá, por favor… —me cubro la cara—. No puedo…
El golpe me llega antes de que termine la frase con una bofetada seca que me detiene por el shock.
—Cállate —me ordena. Su mirada brilla de rabia y vergüenza—. No vas a arruinar esto.
Las lágrimas me corren por las mejillas, y ella ni siquiera se inmuta.
—¿Sabes lo que significa esta boda para nosotras? —continúa—. Una oportunidad. Una segunda oportunidad que nadie más te iba a dar.
—No quiero su dinero —murmuro.
—No seas estúpida, no es solo por el dinero, también es por tu reputación y la de esta familia. —Su voz sale dura y cruel—. Ya hiciste suficiente daño una vez.
La miro sin entender.
—¿Qué… qué estás diciendo?
—Tú sabes exactamente qué —responde, con los labios apretados—. Nadie se olvida de un escándalo como aquel, aunque intenten fingirlo. La gente puede perdonar la pobreza, pero no la vergüenza.
Siento un nudo en la garganta, la piel ardiéndome donde me golpeó.
—¿Vergüenza? ¿Por qué…?
—Por ti —dice, sin pestañear—. Porque fuiste tan tonta que te dejaste manchar. Y ahora, en lugar de agradecer que un hombre decente haya querido casarse contigo, vienes a hacer un drama.
Cada palabra es como si me apuñalara, y ni siquiera por la espalda. No, de frente, sin ningún remordimiento. Quiero gritarle que no fue culpa mía, que no recuerdo casi nada, que apenas sé lo que pasó aquella noche, pero no lo hago, porque en los ojos de mi madre no hay espacio para la compasión.
—Mamá, yo no puedo vivir aquí —susurro—. No con ellos.
—Sí puedes, y lo harás —replica con voz fría—. Vas a volver a entrar, vas a sonreír y vas a comportarte como una esposa. Damien te eligió cuando nadie más lo habría hecho. Es lo mínimo que le debes.
Quiero responder, pero su mirada me congela.
—Recompón tu cara —dice, y acomoda mis mechones con la misma precisión con la que arregla las flores del centro de mesa—. No vuelvas a hacerme quedar en ridículo.
Me suelta el brazo y se aleja antes de que pueda decir algo. Me quedo allí, sola, con el rostro ardiendo y el corazón hecho pedazos. Mi madre siempre supo cómo romperme sin levantar la voz.
Respiro hondo y trato de detener el temblor, pero la imagen de Alexander, sin camisa, ese lunar… su voz, me golpea una y otra vez.
No hay duda posible, fue él, tiene que haber sido él. Mi mente no puede unir otra posibilidad.
“No debes tenerme miedo, Ariane”, la frase que me dijo minutos atrás se repite en mi cabeza, cargada de un doble sentido que me revuelve el estómago.
Intento pasar el resto de la fiesta fingiendo que todo está bien, aunque no lo está, de hecho, está peor que nunca. Damien no se da cuenta de que me estoy muriendo por dentro, de que me siento como esa niña de hace cinco años que perdió la inocencia y las ganas de vivir.
La tormenta empieza a caer cuando termina la fiesta, el cielo se abre con un trueno que hace vibrar los ventanales del salón. Algunos invitados se apuran a marcharse; otros prefieren esperar a que pase lo peor.
Damien me alcanza en la escalera. Su traje sigue impecable, su sonrisa también, como si nada de lo ocurrido arriba existiera.
—Mi esposa —dice, y me ofrece su mano—. No puedo creer que ya puedo llamarte así.
Fuerzo una sonrisa, pero no tengo fuerzas para discutir, ni siquiera para fingir entusiasmo.
La tormenta arrecia y el mayordomo se acerca para informarnos que los caminos están cortados, que sería peligroso intentar salir.
—Lo mejor será que pasen la noche aquí, señor.
Damien parece encantado con la idea.
—Perfecto. —Se vuelve hacia mí—. No es lo que planeaba, pero supongo que no hay lugar más seguro que casa de mis padres.
“Casa de sus padres”, esas palabras me hieren más que el golpe de mi madre.
La habitación que nos preparan está en el ala este. Amplia, elegante, demasiado perfecta. Todo huele a flores frescas y perfume caro.
El vestido me pesa como una carga y lo único que quiero es arrancármelo, quemarlo y olvidar el día entero. De pronto Damien se acerca por detrás y coloca las manos en mis hombros.
—Por fin a solas. —Su voz suena distinta, más baja, más posesiva—. ¿Estás nerviosa?
Asiento sin mirarlo. Mi cuerpo está tenso, cada músculo en alerta.
—Es normal —continúa—. Ha sido un día largo.
Siento el roce de sus dedos en mi cuello, en la piel descubierta por el escote. Mi respiración se corta… no puedo soportar el contacto.
—Damien, no —susurro, apartándome con suavidad. Él se detiene, sorprendido.
—¿No?
—No me siento bien. La cabeza… la tormenta… no sé.
—Ariane, es nuestra noche de bodas —dice con una sonrisa incrédula, como si no pudiera creer lo que oye—. Nadie nos va a interrumpir.
Retrocedo un paso.
—Por favor. Solo… necesito descansar.
El gesto de ternura se le apaga del rostro. Por un instante, veo algo nuevo en sus ojos. No es enojo exactamente, sino decepción, como si hubiera descubierto una mentira.
—De acuerdo —dice al fin, con una calma que me asusta—. Descansa.
Toma una manta y se acomoda en el sofá, fingiendo indiferencia, pero sé que está molesto. Sé que, tarde o temprano, me lo cobrará.
Me encierro en el baño y respiro profundo. Miro mi reflejo en el espejo: la novia perfecta, el peinado intacto pero mis labios tiemblan. Me toco el rostro donde todavía arde el golpe de mi madre.
En el silencio de la tormenta, la voz de Alexander vuelve a mi mente, clara como si estuviera detrás de la puerta: “No debe tenerme miedo.”
Aprieto los dientes. Quisiera olvidarla, pero no puedo.
Vuelvo a la habitación, Damien parece dormido, aunque su respiración es demasiado regular como para ser real. Me acuesto en el borde de la cama, sin quitarme el vestido.
La lluvia golpea los cristales con fuerza, yo cierro los ojos y, aun así, lo veo.
Su pecho desnudo, la marca y esa mirada gris. El trueno sacude la casa y, por un momento, creo escuchar pasos en el pasillo.
Abro los ojos; no hay nada, solo el viento, pero algo dentro de mí lo sabe: la tormenta no está afuera, está aquí, encerrada conmigo.
