Capítulo 2 La Propuesta

Adeline miró a su madre, Claudia, que le devolvió la mirada con una sonrisa débil, debilitada por el cáncer que la devoraba lentamente. El tratamiento no estaba surtiendo el efecto esperado y cada vez era más costoso, más complicado de pagar.

La casa, el único lugar que sentían como propio, ya había sido hipotecada. Estaban atadas de manos, ahogándose en deudas.

—No sigas esforzándote tanto, hija —susurró Claudia con la voz rasposa.

—Mamá, no digas eso. Vas a curarte. Lucharé por eso. No te preocupes por el dinero —insistió, tragándose las lágrimas.

—¿Cómo no podría preocuparme? Mira, estás tan delgada y no duermes por mi culpa. —la voz de Claudia se quebró.

Adeline sollozó y la abrazó con fuerza.

—Nada de esto es tu culpa, mamita.

—Quiero que vivas, que sigas adelante. No mires atrás por mi culpa, Adeline.

—Mamá, me encargaré. No quiero perderte —murmuró Adeline, sin soltarla.

El doctor les comunicó con pesar que tenían un atraso de tres meses en los pagos y que si no se ponían al día en una semana, la madre no podría seguir siendo tratada en ese lugar.

Adeline se sintió devastada, mientras que Claudia se sintió culpable por ser una carga.

—Hija, ya has escuchado al doctor. El dinero no aparecerá de la nada, por favor, detente aquí y deja todo en manos de Dios...

—Mamá, por favor, no hables de esa manera. ¿Acaso no estás pensando en mí? Parece que no, ¡no puedes dejarme sola! —gritó Adeline, las lágrimas brotando de sus ojos —. Mamita no quiero que me abandones...

Claudia se quedó callada, pero el dolor en su mirada era evidente, sus lágrimas impotentes se deslizaban por sus mejillas durante el abrazo que se dieron.

Media hora después, Adeline abandonó la habitación y se fue caminando como un zombi por los pasillos del hospital, ¿cómo podría conseguir más dinero? Había abandonado la universidad, usado sus ahorros para sus estudios, e incluso hipotecado la casa.

Suspiró hondo y se aferró la cabeza, la desesperación se manifestaba como un terrible y palpitante dolor de cabeza. Una punzada llena de estrés y rabia por toda la situación.

Mientras se dirigía a la salida, Marcus, quien trabajaba para Alessandro, se comunicó con su jefe a través de un auricular.

—Señor, la madre de Adeline se encuentra muy grave, deben mucho dinero al hospital. A este paso, quedarán en la calle y su madre morirá…

—Marcus, es hora de avanzar. Adeline no se resistirá a la idea de acceder, necesita el dinero —aseguró con una frialdad escalofriante.

—Sí, señor. Como ordene —acató, colgando la llamada.

Marcus, era un hombre alto y bien vestido; llevaba un traje elegante y usaba un abrigo negro, se acercó a Adeline. Le entregó un volante. Adeline lo tomó, sus manos temblorosas. El papel contenía una información que solicitaba una empleada para el servicio doméstico, y abajo, los detalles y una cifra que prometía ser una fortuna, incluso por una semana de trabajo.

Adeline se quedó paralizada, sus ojos se abrieron de par en par. En cualquier otra situación, habría tirado ese papel a la basura, pero ahora, desesperada, corrió detrás de Marcus, que ya se había alejado unas cuadras.

—¡Señor! ¡Señor, espere! —gritó, su voz rompiéndose.

La sonrisa apareció en los labios de Marcus.

—Señor, creo que la tenemos —murmuró por el auricular.

Adeline tuvo que detenerse un momento para recuperar el aliento. Cuando lo alcanzó, le preguntó con la voz entrecortada.

—Señor, lo que dice en este volante, ¿es de verdad?

—Sí, por supuesto.

Adeline sonrió por un segundo, como si por fin la vida le estuviera sonriendo.

—Me interesa. Pero… si ha estado entregando volantes, eso quiere decir que no soy la única interesada.

Marcus se encogió de hombros.

—Tienes razón, pero debería intentarlo, tal vez tenga suerte.

Adeline asintió. Marcus se despidió y desapareció, un misterio para ella.

A la mañana siguiente, se preparó con la poca ropa que tenía, buscando transmitir confianza. Tomó el bus y, a pesar de todo, llegó temprano.

Era una zona exclusiva.

Tocó el timbre y una mujer de cabello corto y baja estatura le abrió la puerta.

—Buenos días. Vengo por la oferta de trabajo —saludó, sintiendo un nudo en la garganta.

—Buen día. De acuerdo, pase —se hizo a un lado.

Adeline la siguió, observando el inmenso jardín y la majestuosa fachada. Todo era perfecto y limpio.

—No es la primera en llegar interesada en el trabajo y no creo que sea la última. Si fuera usted, me daría por vencida de una vez. El señor Davenport es difícil —advirtió la mujer.

Adeline tragó saliva con dificultad, pero se negó a rendirse.

—N‐necesito el trabajo —titubeó.

La mujer, resignada, la guió a una oficina. El dueño estaba allí, de espaldas, con un traje negro a medida que acentuaba su fornida figura. Era alto y fuerte, y Adeline se encontró perdida en el escrutinio de su espalda. De pronto, el hombre se giró sobre sus talones. Sus ojos azules la atravesaron con una electricidad que la hizo tambalear.

Alessandro Davenport.

—Tú eres... —trató de adivinar, solo fingía no conocerla.

—Señor, buenos días, soy Adeline Caldwell, he venido por el trabajo de... servicio doméstico — apenas pudo explicar sintiéndose cohibida, intimidada.

De solo escuchar ese apellido, más viniendo de la hija de ese desgraciado, su sangre hervía.

—Adeline, bueno, debería llamarla señorita Caldwell —corrigió ocultando la ira ardiendo dentro de él —. Tome asiento.

Cuando lo hizo, el hombre la observó y se cruzó de brazos.

—Leí en el volante...

—Sí, sé lo que ha leído, es un salario adecuado, ¿no es así? —la detalló y ella bajó la cabeza, entrelazó su manos y trató de calmar su corazón acelerado de los nervios; él se levantó y se acercó peligrosamente a ella, un acto atrevido, y ella se sobresaltó con su voz —. ¿Podrás ser capaz de cumplir con este trabajo?

Ella dejó de respirar por un segundo.

—Señor... creo que puedo hacerlo. No, de hecho estoy segura —corrigió sonriendo fugaz.

Alessandro se alejó y volvió a sentarse, esta vez con una posición de confianza y dominio.

—Eres joven, tal vez te interese algo más...

—¿A qué se refiere, señor?

Casi se le escapa el corazón, ya cruzaban todo tipo de pensamientos turbios, sobre lo que él iba decirle.

Mantuvo la calma.

—Me gusta ser directo, pero dada la situación, debería escucharte primero. Quiero saber que tanto necesitas el dinero —explicó haciéndose el desentendido, como si no supiera los pasos de ella y bastante sobre su familia, su situación.

—Yo... he venido por este trabajo porque mi madre está luchando contra el cáncer y el tratamiento es bastante costoso. Se me han agotado todos los medios para ayudarla, por eso necesito el dinero. Entonces... ¿qué intenta proponerme? —casi inquirió con miedo.

—Parece la indicada, señorita Caldwell —sonrió victorioso, ese gesto que heló la piel de ella —. Conviertase en la señora Davenport, sea mi esposa.

—¿Qué?

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