Capítulo 3 El Contrato con el Ceo
Davenport ni siquiera necesitaba casarse, pero todo era parte de su plan; la había evaluado y sabía que Adeline en su situación vulnerable, no solo estaba atrapada, también era una presa débil.
Su objetivo: destruirla emocionalmente y luego abandonarla, dejándola a su "suerte".
Los ojos color avellana de Adeline todavía estaban inyectados de intriga y confusión. Se movió con nerviosismo en su asiento, sintiéndose abrumada por la propuesta. La mirada felina de Alessandro estaba fija en ella, como la de un depredador que observa a su presa. La mujer se veía tan vulnerable que por un momento la arrogancia de Alessandro se esfumó.
—Lo siento mucho, señor. Realmente no puedo aceptarlo —fue su respuesta, levantándose de golpe con la intención de abandonar el sitio.
Pero antes de que pudiera siquiera dar un paso, la voz profunda y ronca de aquel hombre la detuvo.
—Señorita Caldwell, si yo estuviera en su situación, ni siquiera lo pensaría demasiado. Jamás tiraría a la basura la oportunidad de curar a mi madre.
Adeline se quedó inmóvil, sus manos apretadas a los costados, mientras esas palabras, llenas de una cruda verdad, la golpeaban. La imagen de su madre, frágil y demacrada, regresó a su mente, y la hizo vacilar. ¿Pero, no era cruzar un límite inaceptable convertirse en la esposa de un desconocido? Aquel trato era inquietante, escalofriante. Ella no era una mujer que aceptaría algo así.
A sus veinticuatro años, solo soñaba con terminar la universidad y ver a su madre victoriosa, a salvo en casa. Estaba descolocada ante la propuesta de ese hombre que parecía tenerlo todo.
Se volvió y lo miró, su corazón latiendo de manera salvaje. Dio un paso adelante y pronunció.
—¿Me pagará por convertirme en su esposa? Es decir, si acepto, ¿me puede dar el dinero por adelantado? Yo... estoy desesperada, pero aun así quiero saber las razones por las que usted, con todo su dinero, necesita una esposa. No entiendo por qué me lo pide a mí, que soy solo una desconocida. ¿Acaso esto es una trampa? Le suplico, no juegue con mi desesperación.
Alessandro se encogió de hombros con una calma desconcertante.
—Tienes razón. Es normal que tengas preguntas y yo debería darte respuestas. Por favor, vuelve a sentarte.
Ella obedeció, su cuerpo temblando. Él se inclinó hacia ella y comenzó a hablar, solo una farsa.
—Necesito una esposa. Para reclamar la herencia, en el testamento me lo exige. Hay una fecha límite inminente y el tiempo se acaba.
—¿Por qué no elige a alguien más?
—Para evitar problemas. No quiero una esposa para toda la vida, solo una socia para esta situación. No me arriesgaré a que alguien se niegue a darme el divorcio después.
—¿Y yo qué tengo que ver en esto?
—Tú necesitas dinero. Yo necesito una esposa. Es una situación clara. No hay obligaciones románticas.
—¿Y si no acepto?
—No estás obligada. Pero piénsalo rápido. Soy impaciente y el tiempo es oro.
Adeline sintió que las lágrimas se asomaban. Pensó en su madre, en el sufrimiento que juntas compartían, en el hecho de que estaban a nada de quedarse en la calle. No podía negarse.
—Está bien, lo haré —susurró, sellando su destino—. Seré su esposa. Pero que quede claro... si esto es un negocio para ti, lo será para mí. No esperes más de mí que el título de tu mujer; no habrá nada personal, ni mucho menos, físico entre nosotros.
Por dentro, Alessandro sonrió ampliamente. El pajarito había caído en la trampa.
—Me gusta que seas tan decidida, y no te tocaré, despreocúpate —comentó él, su voz grave, mientras la intensidad de su mirada azulada la atravesaba. —¿Quieres revisar el contrato? Como podrás imaginar, debes firmar uno.
Adeline se acercó, sus nervios a flor de piel. El contrato era un grueso fajo de hojas que ella no entendía. Con la imagen de su madre en la cabeza, y sin pensarlo demasiado, tomó un bolígrafo y firmó el documento.
—¿Debo hacer algo más? —averiguó, con la voz apenas audible.
—Tenemos un trato. Debes saber que algunas cosas no pueden seguir igual, señorita Caldwell. Nos casaremos por lo civil, no hay necesidad de todo un montaje, ¿de acuerdo?
—Sí —asintió ella.
Intercambiaron números de teléfono. Adeline, sintiendo que había vendido su alma, se retiró. Al salir, vio a Marcus, el hombre del volante, esperándola, recargado sobre un auto negro.
—Señorita Caldwell, he recibido instrucciones de llevarla a casa. Por favor, suba al auto —pronunció con una voz formal.
En ese momento, Adeline fue más consciente de que toda la situación resultaba demasiado extraña. Un repartidor de volantes que era un empleado de un millonario, una propuesta inimaginable.
—Lo siento, iré caminando, con permiso.
Y se fue sin mirar atrás, huyendo de lo que acababa de aceptar. Pero ya había una cuerda que la ataba a ese hombre, una cuerda que no se rompería, sin importar cuánto tirara.
¿Por qué de repente sentía que había hecho un pacto con el mismísimo diablo?
Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
