Capítulo 4 La Trampa

El viaje de regreso a casa fue una especie de trance para Adeline. Una punzada en su estómago alojada en ella. El contrato se sentía como una soga en su cuello, como un carbón que quemaba al rojo vivo. Sus pensamientos iban a toda velocidad.

Sentía la desesperación por su madre, la terrible sensación de haber tomado una mala decisión, y al mismo tiempo, una extraña avaricia. ¿Y si se había equivocado? ¿Y si solo hubiera aceptado el trabajo de servicio doméstico y reunido el dinero poco a poco? Ya no había vuelta atrás. Había firmado un contrato que se sentía como una trampa.

De pronto, su teléfono vibró. La pantalla se iluminó y en ella apareció un nombre desconocido: Alessandro Davenport. La sola mención de su nombre hizo que el corazón de Adeline diera un vuelco.

Alessandro: "Mañana a las 8 a.m. un auto te recogerá. Ve al hospital, luego al registro civil. No llegues tarde".

Adeline sintió un escalofrío. La realidad la golpeó como un puñetazo: se casaría con un hombre que no conocía, y se dio cuenta de que lo que sentía por él no era nada más que miedo.

La mañana siguiente, Adeline se puso un vestido sencillo.

No había familiares, no había amigos, no había nadie.

Solo ella, vestida para casarse. El auto negro de Marcus la recogió. Después de unos minutos, Adeline se dio cuenta de que la ruta no era la que la llevaría al hospital de su madre.

—¿Adónde vamos? —preguntó, con la voz temblorosa.

El hombre la miró por el espejo retrovisor y respondió con un tono formal.

—Su madre ha sido trasladada a una clínica privada. ¿No se lo informó el señor Davenport?

Adeline se quedó boquiabierta. ¿Qué tan poderoso tenía que ser ese hombre para mover los hilos de la vida de alguien como si fuera un peón en un tablero?

—¿Cómo supo que mi madre…? —susurró.

—No se sorprenda demasiado, señorita Caldwell —respondió Marcus, con una sonrisa enigmática.

Llegaron a la clínica y Adeline corrió a la habitación de su madre. La vio con una sonrisa en el rostro, las lágrimas de felicidad brotaron de los ojos de Adeline.

—Adeline, estoy en un hospital privado. Todo está pago, hija... No sé cómo ha sucedido.

Adeline abrazó a su madre.

—Mamá, yo...

—¿Qué pasa?

—He conseguido un préstamo. No te preocupes, podré con esto —susurró Adeline, mintiendo para no preocuparla más. —Estaré bien, lo prometo.

—¿Endeudarte más? Hija no debiste...

Sonrió y la abrazó, silenciando su regaño. Apagando su inquietud.


Después de la visita, se dirigió al registro civil. El lugar era frío y sin vida. La boda fue una simple formalidad. Alessandro, con su mirada gélida, no mostró ninguna emoción. El intercambio de votos fue un acto vacío, un juramento sin significado. En el momento en que el juez los declaró marido y mujer, Adeline sintió un nudo en el estómago. El trato estaba sellado.

—Tenemos un trato —le recordó Alessandro, su voz era como una sentencia. —Te llevaré a casa.

—¿Es necesario que viva con usted? ¿Ahora? —preguntó ella, con los ojos abiertos de par en par.

—En primer lugar, sí es necesario. Y, por otra parte, aprende a dejar la formalidad conmigo. Ahora soy tu esposo Alessandro.

Adeline se ruborizó. Su cercanía la acaloró. Después de la ceremonia, Alessandro la llevó a su mansión y la guió a una habitación que sería de ella. Al empujar la puerta, Adeline se encontró con un espacio enorme.

—Los empleados no deben saber sobre nuestro trato —advirtió él.

—Una empleada me recibió ese día. Ella sabrá que yo…

—¿Te refieres a Marie? Ella no es un problema. Ha sido despedida.

La frialdad de sus palabras descolocó a Adeline, pero no dijo nada.

—Así que dormiré aquí...

—¿No te gusta?

—No he dicho eso.

—Apuesto a que no tienes idea de lo que te pagaré. Un millón de dólares, una vez que el matrimonio termine, dentro de cinco años.

Adeline, que no había leído el contrato, se quedó sin aliento. ¡¿Cinco años?! Era una fortuna, pero también una eternidad.

—Yo…

—Voy a trabajar. Ahora eres la señora Davenport —le guiñó un ojo.

Una sonrisa traviesa apareció en sus labios, y Adeline se sonrojó. Se retiró, dejándola sola. Ella se dejó caer sobre la cama, aturdida por tantos giros y cambios. El sonido de su teléfono la hizo brincar. Era una llamada de la clínica.

—Señorita Caldwell, lamento informarle que ha habido una complicación con su madre…

El corazón de Adeline se detuvo.

—¿Qué? ¿De qué habla? —emitió en negación, con un hilo de voz.

—Tuvo un paro cardíaco. A pesar de los esfuerzos, no pudimos salvarla. Lo siento mucho. Su madre falleció hace quince minutos.

La noticia la golpeó y su mano tembló, soltando el teléfono, que cayó al suelo. Su mundo, que ya estaba de cabeza, se derrumbó por completo.

Las lágrimas, que se había negado a derramar, brotaron de sus ojos, calientes y amargas. Su madre, la razón por la que había vendido su alma, había muerto. Y ella, por primera vez, se sentía completamente sola.

El dinero que había conseguido, el matrimonio que había aceptado, todo fue en vano. Era como si la trampa del diablo se había cerrado sobre ella.

Comenzó a marearse y sintió que se le nublaba la vista, la inconsciencia la capturó, una oscuridad de la que quiso no salir, para no pisar la dolorosa realidad.

Adeline se despertó con una sensación que le apretaba el pecho. La luz tenue de la habitación se filtraba por las cortinas, y el silencio solo era interrumpido por el leve zumbido del aire acondicionado. Sus ojos se abrieron lentamente, aún nublados por el sopor y el dolor.

Estaba en su habitación.

Entonces lo vio.

Su mirada fría y penetrante estaba fija en ella, sin una pizca de emoción en sus profundos ojos azules. Llevaba una camisa blanca impecable, desabrochada en el cuello, y su cabello oscuro estaba ligeramente desordenado, como si hubiera estado allí un tiempo.

Al verla abrir los ojos, Alessandro enderezó un poco la postura y su voz grave rompió el silencio.

—¿Cómo te sientes?

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