DIVERTIRNOS

[JULIETA]

Lo veo caminar hacia mí con nuestros tragos en las manos, y no puedo evitar sonreír al notar cómo lo siguen con la mirada todas las mujeres que están de “cacería” en este lugar. La verdad, no puedo culparlas ni criticarlas. Mateo Montenegro es el tipo de hombre que despierta interés con solo caminar: su porte, su elegancia natural, esa manera de vestir y moverse… y además, sabe cómo ser un caballero. Eso no se puede ocultar.

—Aquí tiene su mojito de mango, señorita Montiel —me dice, inclinándose un poco hacia mí, con esa sonrisa suya que parece salida de una película.

—Muchas gracias, señor Montenegro —le sigo el juego, divertida, mientras enrosco un mechón mojado de cabello con los dedos. Luego miro su copa—. ¿Qué te pediste?

—Un agua de Valencia —responde, sentándose en la reposera a mi lado con total naturalidad, como si este tipo de planes le fueran habituales.

—¿Con cava o champagne? —pregunto, curiosa. Se ríe, un poco sorprendido.

—¿Sabes lo que lleva este trago?

—Claro: jugo de naranja, ginebra, vodka, y cava o champagne —respondo sin dudar, y me lanza una mirada de sorpresa.

—Impresionante… eres la única mujer que conozco que sabe qué lleva este trago —comenta, llevándose la copa a los labios.

—Debo admitir que hice un curso de coctelería, por eso sé tanto —le confieso, con una sonrisa cómplice.

—¡Tramposa! —me acusa entre risas.

—¡Ey! Tengo que saber de tragos para que mis clientes puedan elegir bien cuando dudan —me defiendo, subiendo las cejas con fingida indignación.

Él me observa con detenimiento, sin apuro. Se acomoda en la reposera para quedar frente a mí, con los codos apoyados sobre las rodillas y una expresión mezcla de curiosidad y admiración.

—¿Qué otra sorpresa tienes escondida, Julieta Montiel? —pregunta con auténtico interés—. Hablas cinco idiomas, eres licenciada en relaciones internacionales, hiciste un curso de cocteles… ¿qué más?

Me acomodo igual que él, cruzando las piernas sobre la reposera y girando un poco el cuerpo hacia el suyo.

—No me gusta presumir de mis habilidades —respondo, encogiéndome de hombros.

—Humilde…

—Con los pies sobre la tierra, nada más —le corrijo con una sonrisa.

Entonces, sin decir nada más, deja su copa sobre la pequeña mesa entre nosotros y se quita la camiseta en un solo movimiento. El sol de la tarde le da de lleno en el pecho, resaltando la firmeza de su abdomen y el color dorado de su piel.

«De acuerdo… tiene 42 años y parece de 30», pienso, y trago saliva, intentando no prestarle demasiada atención.

—¿Vamos al agua? —propone, mirándome como si la idea ya estuviera decidida.

—Vamos —respondo, poniéndome de pie y quitándome el vestido de playa con un movimiento fluido.

Él me mira. No disimula. Pero su mirada no es vulgar. No me evalúa como un objeto, sino como alguien a quien quiere conocer de verdad. Y eso… eso me descoloca.

—Definitivamente el dorado te sienta muy bien —dice, con un tono de voz más bajo, más íntimo.

—¿Asesor de moda ahora? —le lanzo, en broma, mientras recojo el vestido y lo dejo sobre la reposera.

—Ya te lo dije: sé qué le queda bien o mal a una mujer. Y ese color te queda de maravilla.

«¿Cuál será su defecto? Algo malo tiene que tener. No es posible que exista un hombre así.»

—En todo caso, muchas gracias —le digo mientras comienzo a caminar hacia la piscina. El sol calienta la piedra bajo mis pies, pero el agua se siente agradable apenas la rozo con la punta de los dedos.

Él me alcanza enseguida, y juntos nos sumergimos. El agua está fresca, burbujeante por la cantidad de gente que se mueve dentro. Poco a poco encontramos un rincón donde podemos estar frente a frente, con el agua rozándonos la cintura. El DJ grita que levantemos los brazos, y la música explota con un cambio de ritmo que enloquece a todos. Ríen, saltan, agitan el agua sin freno.

Hasta que alguien, sin querer, me empuja.

Pierdo el equilibrio. El borde de la piscina está muy cerca. Pero no llego a golpearme.

—Te tengo —dice Mateo al sujetarme por la cintura con fuerza. Me aprieta contra él para mantenerme en pie.

—Gracias —logro decir, sintiendo su respiración cerca de mi oído.

Estamos tan cerca que percibo su olor —a colonia y a verano—, y también la textura firme de su abdomen contra mi cuerpo. Una descarga eléctrica me recorre el estómago, bajando hasta lugares que preferiría mantener en silencio.

«Julieta… no…» me repito, sabiendo que esto no debería pasar.

Es un cliente. Y además… él pertenece a otro mundo. No es para mí. O yo no soy para él.

—Un poco bruto el chico que te empujó, ¿eh? —comenta, apartando su mirada para observar alrededor—. Están todos un poco alterados.

—Están divirtiéndose. Tú deberías hacer lo mismo —le digo, llevando mis manos a sus hombros y sacudiéndolo un poco, lo que lo hace reír.

—¿Quieres que baile? —pregunta, inclinándose hacia mi oído con ese tono que logra erizarme la piel.

—A eso vinimos, ¿no?

Sin dudarlo, me sujeta con más fuerza y comenzamos a saltar al ritmo de la música. Nos reímos. Nos mojamos. Y por un instante, olvido absolutamente todo.

De a poco nos detenemos, agitados.

—¿Seguimos bailando fuera del agua? —propone.

—Vamos —respondo, respirando con dificultad, pero con una sonrisa real, de esas que no se fingen.

Salimos de la piscina, nuestros cuerpos mojados brillando bajo el sol. Vamos caminando hacia las reposeras cuando, de pronto, una chica alta, con un bikini minúsculo, lo intercepta y le toma la mano.

—Bailemos —le dice, pegándose a su cuerpo con descaro.

—Gracias, pero estoy con mi novia —responde él, señalándome.

Me da risa su cara de seriedad. La chica frunce los labios y se aleja frustrada. Cuando Mateo se acerca, lo miro con los brazos cruzados.

—¿Tu novia? —pregunto, divertida.

—No quería que insistiera. Tiene tanto alcohol encima que, de otra forma, no habría entendido —responde encogiéndose de hombros.

—¿Hasta para rechazar a una mujer eres un caballero?

—No me gusta hacer sentir mal a ninguna mujer —confiesa. Y lo dice tan en serio, tan seguro, que me deja sin palabras.

«Definitivamente Mateo Montenegro no es de este planeta.»

—Los hombres como tú están en extinción. Aunque confieso que cuando te vi bajar del avión, pensé que eras el tipo más insoportable del mundo —le digo.

Su sonrisa es enorme.

—¿Ah sí?

—Sí. Creí que eras frío, calculador… y que pensabas que podías llevarte el mundo por delante.

—¿Lo dices también porque pense que eras una escort? —pregunta, algo avergonzado.

—También por eso —admito, bajando la mirada por un segundo.

—Lo siento. Algunos conocidos me tienen la pésima costumbre de mandarme “compañía” cuando llego a ciertas ciudades. Lo odio. Y pensé que estaban haciendo lo mismo —me explica con sinceridad.

Lo observo, analizando su gesto. No está mintiendo.

—¿Puedo saber por qué eres así? Es raro encontrar hombres que piensen como tú —pregunto sin filtros.

—Si tú preguntas, yo también preguntaré. Y, hasta donde sé, no quieres que me meta en tu vida —dice, devolviéndome mis propias palabras.

—Tienes razón. Mejor bailemos —respondo, tomándolo de las manos con una sonrisa cómplice.

Y así, sin saber cómo, me doy cuenta de que no estoy actuando. Estoy disfrutando. Con él. Aquí. Ahora.

Capítulo anterior
Siguiente capítulo