BAILAR CON ÉL
[JULIETA]
Quizás bailar con Mateo se ha convertido en una de mis actividades favoritas en estas poco más de 48 horas. Tal vez sea la forma en que me sujeta, segura, pero sin invadir. O su exquisito aroma, ese perfume amaderado con toques cítricos que parece haberse impregnado en mi piel. Tal vez sean sus pasos, que no solo dominan el ritmo, sino también el arte de hacerme sentir que pertenezco justo ahí, en sus brazos.
Lo único que tengo claro es que nos movemos con una sincronía natural, como si lleváramos años bailando juntos. Sentir su mano en mi espalda baja es una tentación constante. Una que crece, segundo a segundo, nota tras nota.
—¿Dónde aprendiste a bailar? —le pregunto al oído mientras él hace que giremos, como si fuéramos parte de una coreografía perfectamente ensayada.
Él aparta suavemente mi cabello, dejando su aliento peligrosamente cerca de mi cuello. Un escalofrío me recorre.
—En una academia —responde con voz grave, y así, sin querer, suma otra sorpresa a la lista de cosas inesperadas sobre él.
Me aparto apenas para poder mirarlo con incredulidad.
—¿De verdad?
Él asiente, con una sonrisa tranquila, y vuelve a acomodarme entre sus brazos. Seguimos moviéndonos como si la pista fuera nuestra.
—Cuando tomé el control de la empresa de mi padre, me di cuenta de que me invitaban a demasiados cócteles, recepciones, eventos… y yo, que apenas sabía mover los pies, quedaba como un idiota. Así que tomé clases de baile, y también un curso de etiqueta —explica, como si fuera lo más natural del mundo.
—Ahora entiendo tu caballerosidad y todo eso —comento justo antes de que me haga girar con un movimiento inesperado. Suelto una carcajada, divertida por su juego.
—La etiqueta y la caballerosidad no siempre van de la mano —replica con naturalidad—. Si soy así, es porque me nace.
—¿Y bailar así también te nace… o solo bailas así conmigo? —pregunto, divertida, mientras sujeta mi cintura con más firmeza y me acerca aún más a su cuerpo.
—No siempre se encuentra una buena pareja de baile —responde, y me cuesta no mirarlo con algo más que admiración.
—Yo nunca tomé clases, pero crecí en Miami, rodeada de amigos que bailaban increíble —le cuento, mientras mis manos descansan en sus hombros, como si llevaran años ahí.
—Seguro se peleaban por enseñarte… —bromea.
Y ahí está. Esa imagen que él tiene de mí. La mujer deseada, inalcanzable, experta en relaciones. Mateo cree que he tenido docenas de novios, que cada semana alguien me propone algo indecente, que domino el arte de la seducción. Pero si tan solo supiera…
Lo cierto es que nunca tuve suerte en el amor. Con el único hombre que lo intenté en serio fue con Marcos. Y él… me destrozó. Me dejó vacía, desconfiada. Desde entonces, nadie ha logrado cruzar ese muro que construí con tanto esfuerzo.
—Tienes un concepto bastante erróneo de mí —le digo, en voz baja, con las manos aún en sus hombros.
—¿Por qué lo dices? —pregunta justo cuando la música cambia y nuestros pasos también se adaptan.
—Porque tú crees que los hombres mueren por mí, que podría conseguir lo que quisiera de ellos… pero no es así. Solo quieren llevarme a la cama, como al resto de las mujeres que persiguen. Y después, desaparecen —explico, sin amargura, solo con una resignación que ya me es familiar.
Él suelta una risa que me desconcierta.
—¿Eso crees? Estás muy equivocada —responde.
—¿Por qué?
—Porque hay muchos hombres aquí que me miran como si quisieran matarme solo por no soltarte. Te observan, te desean, y se están imaginando miles de cosas contigo. Pero saben que estoy yo, y no se atreven a acercarse.
Esa confesión, dicha con tanta naturalidad, me recorre como un chispazo eléctrico.
“No, Julieta. No. No te metas ahí…” me advierte mi subconsciente, mientras yo intento mantener el control.
—Solo me estás salvando de que unos idiotas me inviten un trago y luego a su habitación —rebato, tratando de minimizar la intensidad de sus palabras.
—Ellos saben que les dirías que no. Una mujer como tú no se va con cualquier imbécil.
—Y, sin embargo, tú me confundiste con una escort… —le recuerdo, alzando una ceja.
Él ríe de nuevo.
—Cierto. Fue un error inmenso. Pero también hay que decir que cuando te vi, tu elegancia me confundió —se defiende.
—Ajá… claro —bromeo, justo cuando su mano en mi cintura se afirma con más fuerza, haciéndome girar de nuevo.
—Míralos —dice entonces, señalando con una ligera inclinación de la cabeza hacia la barra, sin detener el baile.
—Ya los vi —murmuro, reconociendo a los tres hombres trajeados que nos observan con descaro.
—Son hombres de dinero. Créeme, si solo quisieran sexo, ya estarían con cualquiera de las mujeres que están solas. Pero tú… tú destacas demasiado. No eres como las demás. Lo saben, lo notan.
Me obligo a mirarlo. A sostenerle la mirada.
—¿Tanta experiencia tienes en todo esto?
—Bueno… además de que te llevo algunos años, conozco este mundo. He visto muchas cosas. Algunas me gustaron, otras me repugnan. Lo que sí sé es que cuando un hombre con poder se encapricha con una mujer… puede ser lo más peligroso que existe.
Sus palabras se sienten distintas ahora. Más densas. Cargadas de algo que no es solo advertencia, sino experiencia personal.
—¿Qué fue lo que te hicieron? ¿Por qué hablas así? —me atrevo a preguntarle, bajando la voz, como si de pronto el resto del lugar no importara.
Él me mira, serio por primera vez en toda la noche.
—Te lo cuento mañana, ¿sí? No quiero arruinar este momento. Además, este no es el lugar.
Y con eso, me hace girar otra vez, alejándonos de la mirada de esos hombres.
Pero la duda se instala como una semilla.
¿Qué es lo que esconde Mateo Montenegro?
¿Por qué, con cada paso que doy cerca de él, siento que hay una historia que aún no ha querido —o no ha podido— contarme?
