QUE COMIENCE EL TEATRO

[JULIETA]

(HORAS DESPUÉS)

De acuerdo… fingir que Mateo y yo somos pareja no es lo peor del mundo. Lo verdaderamente agotador es todo lo que estamos haciendo para que este teatro sea creíble. Por momentos, siento que estamos armando la escena perfecta de un crimen.

He traído ropa mía, mi cepillo de dientes, maquillaje y hasta cosas un poco más íntimas —esas que una normalmente guarda bajo llave— y las he distribuido estratégicamente por la suite. En el baño, en el vestidor, en la mesita de noche. Todo para que, si a Marco o Zoe se les ocurre husmear, crean sin lugar a duda que Mateo y yo compartimos esta habitación… y algo más.

—¿Quieres que tu ex muera de celos? —me interrumpe la voz de Mateo justo cuando estoy dejando mi camisón de seda al pie de la cama.

—¿De qué hablas? —pregunto, girándome hacia él... y entonces lo veo.

Él sostiene en su mano varios condones, que deja caer sobre la mesita de noche como si fueran caramelos.

Me da tal ataque de tos que por poco me atraganto con mi propia saliva.

—¿Estás bien? —pregunta, riendo mientras se acerca y me da un golpecito en la espalda.

—¿No crees que estás exagerando un poco? —pregunto, recuperándome del ataque.

—En absoluto. Tu ex y tu "amiga" son unos cabrones, y merecen ver que estás mucho mejor sin ellos —responde con seguridad. Demasiada, quizás.

La verdad es que valoro mucho lo que está haciendo por mí. Lo aprecio más de lo que podría poner en palabras. Pero lo que ellos no saben, lo que él tampoco sabe, es que esta sonrisa que llevo puesta es falsa.

Lo que de verdad me duele no es solo que me hayan engañado, sino el descaro de querer incluirme en su historia como si no me hubieran destruido antes. Invitarme a su boda… ¿de verdad?

—Pero la realidad es diferente, Mateo. Yo no soy feliz… no sé si te has dado cuenta de eso —confieso. No sé por qué lo digo. Tal vez porque con él, por primera vez en mucho tiempo, siento que puedo ser honesta.

Él no responde de inmediato. En su lugar, se acerca, me toma suavemente el rostro y hace que lo mire.

—No permitas que un imbécil como él tenga el poder de ponerte triste. No merece ni una milésima de tus lágrimas. Si no supo ver a la mujer que tenía a su lado, entonces no solo es ciego… es el más idiota de todos —dice con una firmeza que me desarma.

Y sí, Mateo Montenegro tiene un don para levantar a una mujer del suelo, incluso cuando ella ya no recuerda cómo se camina sin tambalearse.

—Gracias por esto… En serio. No cualquiera haría todo esto por alguien que apenas conoce —le digo, con toda la sinceridad que me queda.

Él sonríe, acaricia mi cabello con lentitud, sin apuro, y no aparta la mirada de mis ojos.

—Eres mi amiga, Julieta. Que no se te olvide eso. Y yo, por la gente que considero amiga, hago lo que sea —responde con esa naturalidad que solo tienen las personas que han sido rotas… y que aun así han elegido no romper a otros.

Y si hay algo que Mateo es… es especial. Muy especial.

—De todas formas, gracias. Y creo que es hora de que me cambie —digo, al ver que ya son las 8 en punto.

—Sí, yo también. ¿Quieres cambiarte aquí? Yo puedo usar la otra habitación. Está vacía. El baño es tuyo si necesitas —propone con gentileza.

—Perfecto, gracias —respondo. Me acerco al guardarropa y saco mi vestido rojo, mientras él recoge su ropa y sale de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

Quedo sola en esta suite, donde todo —desde el camisón hasta mis perfumes— parece indicar qué Mateo y yo compartimos algo más que un techo. Camino hasta la mesita de noche y no puedo evitar mirar los condones que dejó.

“¿XL extrafino?” leo en la etiqueta, y tengo que hacer un esfuerzo monumental para no estallar en carcajadas.

«¡Ya, Julieta!» me reprendo mentalmente, dejando los envoltorios exactamente dónde estaban para que no sospeche que estuve curioseando.

Voy al baño, decido darme una ducha rápida sin mojarme el cabello, y al salir me visto con la lencería adecuada para el vestido. Nada vulgar, pero sí lo suficientemente femenina como para recordar quién soy. Me maquillo, peino mi cabello con esmero y me aplico mi perfume favorito: “L’Interdit” de Givenchy. La botella queda donde la encontré, como parte del decorado cuidadosamente orquestado.

Finalmente, me pongo mi brazalete preferido, el collar haciendo juego y los tacones. Me miro al espejo, inspiro profundamente y me preparo para salir. El juego nos espera.

Al salir de la habitación, me lo encuentro a él… elegante, impecable, perfectamente armado para la guerra emocional que estamos a punto de librar. Ese traje le queda como si Giorgio Armani lo hubiera diseñado solo para él.

—Te ves increíble —dice, mirándome de arriba abajo con una mezcla de aprobación y asombro—. Ese vestido te queda de maravilla.

No sé qué tiene este hombre, pero cada vez que me halaga, me hace sentir vista. Realmente vista. Y eso no me pasa desde hace mucho tiempo.

—Tú también te ves muy bien. Ese traje es muy elegante —le digo, y no lo hago por cortesía. Es la verdad.

—Giorgio Armani —dice, como si esa fuera toda la explicación necesaria.

—Pues te queda perfecto —respondo con una sonrisa que él corresponde con un leve gesto de cabeza.

—Gracias. ¿Lista para comenzar con el teatro? —pregunta, y asiento tratando de parecer más segura de lo que realmente me siento.

—Si ellos necesitan usar el baño, que vayan al de esta habitación, no al otro. Ya verás cómo muere de celos —dice con picardía.

—Sigo sin entender qué gano haciendo que supuestamente se ponga celoso —le digo, un poco frustrada.

—Ganar… no sé. Pero al menos no le das el gusto de pensar que te tiene rota por dentro —responde. Y tiene razón. Maldita sea, tiene razón.

—La comida debe estar por llegar en cualquier momento —comento, queriendo cambiar de tema.

—Ellos también deben estar por llegar —añade mirando la hora.

Yo, por dentro, intento respirar con calma. El estómago me duele de los nervios, la garganta se me cierra de a ratos, y siento que estoy por entrar en escena en una obra donde no conozco el final.

Solo espero qué Marco y Zoe no descubran que todo esto es una mentira. Porque, aunque Mateo esté jugando… yo no sé si mi corazón está tan dispuesto a fingir.

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