Capítulo 1 El olor de la lluvia y el miedo

Mi nombre es Elara, y el miedo ha sido mi compañero de cuarto más constante que los libros de texto y la ropa barata. A los veinte años, ya sabía que el mundo no era justo, pero la universidad de Blackwood, con sus torres góticas que arañaban un cielo perpetuamente gris, era mi billete de oro para escapar. O eso creía.

La lluvia, fina y persistente, empapaba mi vieja chaqueta mientras salía de la biblioteca, el último refugio caliente antes de enfrentarme a la caminata de regreso a mi apartamento en la parte menos glamorosa de la ciudad. El aire olía a tierra mojada, a asfalto limpio y a algo más… algo salvaje y eléctrico que no supe identificar. Apreté el paso, la mochila cargada de sueños y deudas pesando como una losa sobre mis hombros.

Mi vida era un equilibrio precario: clases de literatura por la mañana, turnos en “La Guarida”, un café de dudosa reputación, por las tardes, y noches enteras estudiando para mantener la beca que era mi única cuerda de salvación. Mi pasado, una madeja de hogares de acogida y promesas rotas, era un fantasma que me mordía los talones. Pero yo era buena esquivando fantasmas.

Doblé la esquina hacia el callejón que acortaba el camino, una ruta que sabía peligrosa pero que me ahorraba diez minutos preciosos. La luz del farol parpadeaba, luchando por mantenerse viva. Fue entonces cuando lo escuché. Un ruido. No el susurro de la lluvia, sino algo más pesado, más deliberado. El sonido de pisadas que no intentaban ser silenciosas.

Mi corazón se convirtió en un pájaro aterrorizado enjaulado en mis costillas. Respiré hondo, el aire frío quemándome los pulmones, y aceleré. Las pisadas detrás de mí hicieron lo mismo. Más rápidas. Más cerca.

“No pares, Elara”, me ordené a mí misma. Pero mis piernas, cansadas de correr toda la vida, empezaban a flaquear.

Una mano enorme y áspera me agarró del brazo, tirando de mí con una fuerza brutal hacia la penumbra entre dos contenedores de basura. El olor a sudor barato y alcohol me envolvió.

—¿Tan rápido, preciosa? —una voz áspera, como grava, susurró cerca de mi oído—. Solo queremos charlar.

Eran dos. Sus caras eran manchas borrosas y amenazadoras en la oscuridad. Forcejeé, la adrenalina anulando el cansancio, pero el que me sujetaba era demasiado fuerte. Su risa era un eco de todas las pesadillas que había tenido.

—Suéltame —dije, con una voz que esperaba fuera firme, pero que sonó quebrada por el pánico.

—¿O qué? —escupió el otro, acercándose—. ¿Vas a llorar?

El miedo se solidificó en mi garganta. Esto no podía acabar así. No después de haber llegado tan lejos. Cerrando los ojos, preparé un grito, una última defensa desesperada.

Pero el grito nunca salió.

Un nuevo sonido cortó la noche, tan primitivo y profundo que sentí que me helaba la sangre. Un gruñido. No era de un perro, ni de ningún animal que hubiera escuchado antes. Era un sonido que prometía violencia absoluta, que hablaba de dientes y garras y una furia ancestral.

Los hombres que me sujetaban se quedaron paralizados. Sus manos me soltaron de repente.

—¿Qué demonios…? —masculló uno, su voz temblorosa.

Desde el otro extremo del callejón, una figura emergió de las sombras. Era masiva, no solo alta, sino ancha, imponente. No podía distinguir sus rasgos, solo una silueta recortada contra la tenue luz de la farola, pero sentí su presencia como un golpe físico. El aire a mi alrededor cambió, se volvió pesado, cargado con una energía salvaje que hacía que los pelos de mi nuca se erizaran.

—Lárguense —dijo la figura. Su voz no era un grito, sino una orden baja y gutural que resonó en mis huesos. Era la voz de alguien acostumbrado a ser obedecido. Llevaba una elegancia innata, incluso en la furia.

Los dos matones no lo pensaron dos veces. Soltaron una retahíla de maldiciones y salieron corriendo del callejón, sus pisadas apresuradas mezclándose con el golpeteo de la lluvia.

Yo me quedé allí, temblando, apoyada contra la fría pared de ladrillo, incapaz de moverme. La figura se volvió hacia mí. Lentamente, como si no quisiera asustarme. Un rayo de luz de la farola iluminó parte de su rostro.

Dios mío.

Era… impactante. No era convencionalmente guapo; era algo más. Su rostro era una colección de ángulos duros y una mandíbula fuerte, con una barba de varios días que le daba un aire peligroso. Su cabello, oscuro y ligeramente ondulado, estaba mojado por la lluvia. Pero eran sus ojos lo que me mantuvo cautiva. De un gris plateado, como el cielo antes de una tormenta, brillaban con una intensidad casi sobrenatural. Me miraban con una mezcla de curiosidad y algo que parecía… reconocimiento. Eso no tenía sentido.

—¿Estás bien? —preguntó. Su voz era más suave ahora, pero no perdía ese tono de autoridad.

Asentí, incapaz de formar palabras. Mi brazo, donde el hombre me había agarrado, me latía con dolor. Él se acercó un paso más, y un aroma me llegó, superponiéndose al olor de la basura y la lluvia. Olía a bosque profundo, a tormenta, a poder y a algo indescriptiblemente masculino. Era embriagador.

—No deberías andar por aquí sola —dijo, su mirada escudriñando mi rostro, bajando hasta mi cuello, donde mi pulso debía estar palpitando de forma visible.

—No… no tenía opción —logré balbucear, encontrando por fin mi voz—. Gracias.

Él asintió, lentamente. Sus ojos grises parecían ver a través de mi chaqueta mojada, de mi fachada de estudiante fuerte, directamente hacia el núcleo de miedo y soledad que llevaba dentro.

—Elara —susurró, y un escalofrío me recorrió la espalda. Él no debería saber mi nombre.

—¿Cómo…?

—Vete a casa —interrumpió, su voz de nuevo una orden suave pero firme—. Ahora. La tormenta empeorará.

Antes de que pudiera preguntar, antes de que mi cerebro confundido pudiera procesar cómo un extraño conocía mi nombre o por qué su sola presencia hacía que mi piel se erizara de una manera que no era completamente por miedo, un ruido procedente de la parte más oscura del callejón lo alertó. Su cuerpo se tensó, como el de un depredador que ha detectado una presa. Sus ojos se apartaron de mí por un segundo, y en ellos vi un destello de oro, un brillo animal que no podía ser humano.

—Ve —repitió, y esta vez había una urgencia en su tono que no admitía discusión.

Di un paso atrás, luego otro. Mis piernas obedecían por instinto. Él se giró, alejándose de mí, adentrándose en la oscuridad de la que había surgido, su silueta masiva moviéndose con una gracia felina que era aterradora y fascinante a partes iguales.

Corrí. Corrí como si mi vida dependiera de ello, que probablemente era el caso. La lluvia me azotaba el rostro, mezclándose con las lágrimas de adrenalina y confusión que finalmente escapaban. No me detuve hasta llegar a la puerta de mi pequeño apartamento, jadeando, con el corazón martilleándome en el pecho.

Una vez dentro, me apoyé contra la puerta, cerrando los ojos. Lo único que podía ver era su rostro, duro y perfecto. Lo único que podía oler era ese aroma a tormenta y bosque. Lo único que podía sentir era el eco de su voz diciendo mi nombre.

¿Quién era? ¿Por qué me había ayudado? Y lo más inquietante, ¿por qué, en medio del terror, su proximidad había despertado en mí una chispa de algo completamente distinto, algo caliente, prohibido y peligrosamente atractivo?

Miré por la mirilla de mi puerta, hacia el pasillo vacío y mal iluminado. La tormenta rugía fuera, tal como él había predicho. Y en ese momento, supe que mi vida, mi cuidadosamente construida y precaria vida, había cambiado para siempre. Algo me acechaba en la noche de Blackwood, algo que no era completamente humano. Y esa cosa, quienquiera que fuera, ahora conocía mi nombre.

La última pregunta, la que hizo que un nuevo tipo de temor, más profundo y complejo, se instalara en mi vientre, surgió justo antes de que me durmiera, exhausta: ¿Había sido yo la presa de esos hombres en el callejón, o me había convertido en la presa de algo infinitamente más poderoso?

El aire en mi pequeño apartamento todavía olía a lluvia y, muy débilmente, a él.

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