Capítulo 2 El eco de una advertencia

El sueño fue una sucesión de imágenes fracturadas: ojos grises que brillaban como lunas llenas en la oscuridad, gruñidos que resonaban en mis huesos y la sensación de ser observada, perseguida por una sombra que olía a bosque después de la tormenta. Desperté con un jadeo, el corazón encogido por una ansiedad residual que se aferraba a mí como una telaraña húmeda. La luz del amanecer, pálida y fría, se filtraba por la persiana rota de mi ventana.

El brazo me dolía. Al empujar las mangas del pijama, vi el moretón con claridad: una marca violácea en forma de dedos, un recordatorio brutal de que lo del callejón no había sido una pesadilla. Y, centrado en medio de la contusión, había algo más. Una pequeña y fina cicatriz, apenas una línea plateada, que no recordaba tener. La toqué con la yema del dedo. Era lisa, como si hubiera sanado hace años, no en una noche.

Sacudí la cabeza. Debía de habérmela hecho al forcejear y el shock no me había dejado sentirla. Tenía cosas más importantes en qué pensar, como un turno en el café a las siete y un ensayo sobre la poesía modernista que entregar antes del mediodía.

La normalidad era mi ancla. Me aferré a ella con desesperación.

En “La Guarida”, el olor a café rancio y grasa de freír era un bálsamo familiar. Los ruidos de la cafetera, las charlas de los camioneros, incluso las miradas lascivas del gerente, el señor Henderson, eran elementos de un mundo que entendía. Un mundo donde los hombres no aparecían de la nada con voces que resonaban en tu alma ni olían a destino y peligro.

—Elara, mesa cinco. Parece que no durmió en toda la noche —el comentario de Sasha, la otra camarera, me sacó de mis pensamientos. Tenía el ceño fruncido—. ¿Todo bien?

—Sí, solo… estudios —mentí, forzando una sonrisa. Sasha era una de las pocas personas aquí que no me juzgaba, pero no podía contarle sobre el callejón. Sonaría como una locura.

—Bueno, pues el de la mesa cinco parece que podría comprar y vender esta ciudad con el cambio que lleva en el bolsillo. Y no le gusta esperar —añadió, bajando la voz.

Miré hacia la mesa cinco, en un rincón apartado. Y el mundo se detuvo.

Él estaba allí.

Sentado con una elegancia despreocupada, vestido con un traje negro impecable que gritaba un dinero del que solo había leído en revistas. No estaba mirando el menú, ni el teléfono. Me estaba mirando a mí. Sus ojos grises, ahora a la luz tenue del local, no habían perdido nada de su intensidad. Era como si la conversación del callejón nunca hubiera terminado, como si hubiera estado esperando aquí a que yo llegara para continuarla.

Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Un calor súbito me subió por el cuello hasta las mejillas, y un temblor fino, que no era completamente de miedo, me recorrió las manos. Tomé la jarra de café con más fuerza de la necesaria.

—¿Elara? —la voz de Sasha sonó lejana.

—Lo… lo atiendo yo —dije, y mi voz sonó ronca.

Cada paso hacia su mesa fue una batalla. El aroma, ese mismo olor a tormenta y poder, me llegó antes de que estuviera a un metro de distancia. Era aún más potente, más consciente aquí, en un espacio cerrado. Era el olor de él, y mi cuerpo parecía reconocerlo a un nivel primitivo, visceral.

—Señor —logré decir, manteniendo la jarra como un escudo—. ¿Café?

Él no respondió de inmediato. Su mirada hizo un recorrido lento, desde mis zapatos desgastados hasta mi coleta desaliñada, deteniéndose en el moretón que asomaba bajo la manga de mi uniforme. Sus ojos se oscurecieron por una fracción de segundo.

—Kael —dijo por fin. Su voz era más suave que en el callejón, pero la autoridad seguía ahí, impregnando cada sílaba—. Mi nombre es Kael.

Kael. Un nombre corto, duro. Como él.

—Elara —respondí, automáticamente, aunque él ya lo sabía.

Una esquina de su boca se torció ligeramente, no en una sonrisa, sino en algo más complejo. Un gesto de… ¿satisfacción?

—Lo sé —susurró. Luego, su mirada se clavó de nuevo en la mía—. Necesito que escuches con atención, Elara. No es una sugerencia.

Me quedé paralizada. La jarra de café pesaba una tonelada.

—Esta ciudad… no es segura para ti —continuó, sus palabras bajas, solo para mis oídos—. Blackwood tiene reglas que no entiendes. Hay… facciones. Y tu olor, pequeña humana, es un imán para el conflicto.

—Mi… mi olor? —balbucé, sintiendo cómo la vergüenza y la indignación me teñían el rostro de rojo—. No sé de qué está hablando. ¿Quién es usted?

—Alguien que te está dando una oportunidad que no merece —respondió, y su frialdad me golpeó como un látigo—. Vete de Blackwood. Hoy. Hay un tren a las tres de la tarde. Tómalo.

La audacia de sus palabras me dejó sin aliento. ¿Verme de Blackwood? ¿Dejar mi beca, mi futuro, mi única oportunidad?

—¿Está loco? —dije, bajando también la voz, cargada de una furia que empezaba a hervir—. No me iré a ninguna parte. Usted no es nadie para decirme qué hacer. Le agradezco lo del callejón, pero eso no le da derecho a…

—Lo del callejón no fue nada —me interrumpió, y su tono se volvió peligrosamente silencioso. Se inclinó hacia delante, y su presencia pareció llenar todo el espacio a mi alrededor, ahogándome—. Lo que viene será mucho, mucho peor. No eres más que un peón en un juego que no conoces. Y los peones siempre son los primeros en caer.

Sus ojos, fijos en los míos, parecían querer grabar la advertencia directamente en mi cerebro. Y entonces, otra vez, ese destello. Un brillo dorado, fugaz, en las profundidades de la plata. Como el resplandor de un lobo en la noche.

El susto fue instantáneo y visceral. Retrocedí un paso, y la jarra de café se resbaló de mis manos. El estruendo de la cerámica al romerse contra el suelo de linóleo sonó como un disparo en la cafetería. Todo el mundo nos miró.

Kael no se inmutó. Sostuvo mi mirada un segundo más, con un mensaje claro de “te lo dije”. Luego, se levantó con una fluidez sobrenatural, dejando un billete de cien dólares sobre la mesa, mucho más de lo que costaba un café.

—Piensa en mi oferta, Elara —dijo, y su voz ya no era solo para mí—. El tren de las tres. Es tu única salida.

Y se dio la vuelta, saliendo del café con la misma seguridad con la que había entrado, dejándome a mí temblando en medio de los restos de cerámica y el silencio incómodo de los clientes. El señor Henderson me miraba con furia, Sasha con preocupación.

Pero yo solo podía pensar en una cosa. No había sido una oferta. Había sido una orden. Una orden de un hombre que no era solo un hombre, cuyos ojos brillaban con luz animal y que hablaba de facciones y de mi olor como si fueran datos tangibles.

Miré el billete sobre la mesa. Era más de lo que ganaba en una semana. Un soborno. O un pago por mi silencio y mi desaparición.

Recogí los pedazos de la jarra con manos que aún temblaban. El miedo regresaba, pero ahora venía mezclado con otra cosa: una obstinada y terca determinación. Él tenía poder, sí. Pero yo tenía mi futuro. Y no iba a permitir que nadie, ni siquiera un misterioso y aterradoramente atractivo Kael, me lo arrebatara.

Sin embargo, mientras la adrenalía bajaba, una pregunta se abría paso en mi mente, helándome la sangre: si no era un hombre, si aquel destello dorado en sus ojos era real… entonces, ¿qué era exactamente Kael? Y lo más importante, ¿qué quería realmente conmigo?

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