Capítulo 4 El llamado en la sangre

La inquietud no cedía. Era como tener un enjambre de abejas en las venas, un zumbido bajo la piel que crecía con cada hora que pasaba. La carpeta del "Lobo Plateado" yacía abierta en la mesa, su símbolo burlándose de mi confusión. El billete de Kael, arrugado en un puño de furia impotente, acabó en el fondo de mi bolso. No quería nada de ellos. Solo quería mi vida de vuelta.

Pero esa vida se había esfumado entre las sombras de un callejón y las palabras de dos hombres que no eran del todo hombres.

La noche cayó sobre Blackwood, trayendo consigo una luna llena, enorme y pálida, que se filtraba entre las persianas como un ojo inquisidor. Con la oscuridad, el zumbido en mi sangre se intensificó, transformándose en un latido sordo y persistente, un tambor lejano que llamaba a algo que mi mente no podía comprender. Sentía una urgencia por salir, por correr, por… ceder.

Me resistí. Me encerré en el baño, dejando correr el agua fría sobre mis muñecas, intentando ahogar esa sensación salvaje. Miré mi reflejo en el espejo empañado: ojos demasiado brillantes, piel pálida, el moretón en el brazo ahora rodeado por un entramado de venas finísimas que parecían brillar con una luz tenue y plateada. La cicatriz, aquella línea argéntea, pulsaba con un ritmo propio.

—No es real —susurré a mi reflejo—. Es el estrés.

Pero entonces, un aullido. Largo, lúgubre, desgarrador. No provenía de la calle. Parecía surgir de las mismas entrañas de la ciudad, o tal vez de las mías. Resonó en mis huesos, respondiendo al llamado de mi sangre. Un escalofrío me recorrió, pero no de miedo. Era… anhelo.

Sin poder controlarlo, salí del baño. Mis pies me llevaron a la ventana. Abrí la persiana y el aire frío de la noche me golpeó el rostro. Allá abajo, en la calle desierta bañada por la luz lunar, había una figura.

Kael.

No llevaba traje. Vestía unos jeans oscuros y una camisa negra desabrochada que dejaba ver una parcela de piel marcada con tatuajes intrincados que parecían moverse a la luz de la luna. Su cabeza estaba alzada, mirando hacia mi ventana. Sus ojos grises brillaban con una intensidad sobrenatural, y esta vez, no había rastro de la fría autoridad del café. En su rostro se leía una batalla interna, una feroz lucha por el control.

—¡Elara! —su voz no era un grito, sino un rugido que atravesó la distancia y se clavó directamente en mi alma—. ¡No salgas! ¡Cierra la ventana!

Pero era demasiado tarde. El llamado en mi sangre se volvió un torrente incontrolable. Esa extraña conexión que sentía hacia él, esa atracción peligrosa y primal, se tensó como una cuerda. Mi cuerpo ya no me pertenecía. La luna, su presencia, el aullido… era una sinfonía a la que mi ser más básico no podía negarse.

Abrí la ventana de un tirón. El viento me azotó el cabello.

—¿Qué me está pasando? —grité, y mi voz sonó extraña, ronca, llena de una angustia que no era solo mía.

—Es la Luna de Sangre —gruñó él, apretando los puños. Sus nudillos blanquearon. Vi cómo sus músculos se tensaban, como si luchara por contener algo monstruoso dentro de sí—. Tu linaje… tu sangre de omega… se despierta. Tienes que luchar contra ello, Elara. ¡Cierra los ojos!

Omega. La palabra resonó con una verdad aterradora. Los fragmentos empezaron a encajar. Mi empática naturaleza, la forma en que siempre me sentí invisible, un blanco fácil… como un omega en una manada. La parte más débil. La que todos codician o desechan.

—¿Por qué yo? —supliqué, sintiendo cómo las lágrimas calientes resbalaban por mis mejillas—. ¡Dime por qué!

En ese momento, otro aullido, más cercano y desafiante, cortó la noche. Kael giró la cabeza bruscamente, hacia el otro extremo de la calle. Allí, entre las sombras, vi el brillo de varios pares de ojos. Algunos dorados, como los de Kael. Otros, de un azul gélido, como los del hombre de la carpeta. El Lobo Plateado.

—Se acabó el tiempo —dijo Kael, y su voz era ahora un susurro ronco que, sin embargo, escuché con perfecta claridad—. Ellos también te han sentido. La manada de Lysan no te mostrará piedad.

Sus ojos se encontraron con los míos. En su profundidad gris vi la tormenta, la bestia luchando por ser libre, pero también, por primera vez, algo que se parecía al miedo. No por él. Por mí.

—Baja —ordenó, y esta vez no había espacio para la discusión—. Ahora. Es la única forma de mantenerte con vida.

La orden chocó contra el instinto que me gritaba que me escondiera. Pero el llamado en mi sangre, ese deseo primal de correr hacia él, era más fuerte. Mis dedos se aferraron al alféizar. La parte racional de mi cerebro se ahogaba bajo un torrente de sensaciones demasiado intensas: el olor de la noche, el sabor del miedo en el aire, la abrumadora presencia de Kael como un faro en la oscuridad.

Di un paso atrás de la ventana. Mi corazón palpitaba con fuerza animal. Miré la puerta de mi apartamento. La libertad. La normalidad. Una ilusión que se desvanecía rápido.

Otro aullido, este tan cercano que hizo vibrar los cristales de la ventana. Sonaba a hambre. A cacería.

Tomé una decisión.

Corrí hacia la puerta, mis pies descalzos golpeando el suelo frío. No era una rendición. Era una elección desesperada entre dos monstruos, y en lo más profundo de mi ser, donde el omega asustado se encogía, algo se estremecía al elegir a Kael. Un hilo de confianza absurda, peligrosa, se enredaba alrededor de ese instinto.

Abroché la vieja chaqueta sobre el camisón y abrí la puerta. El pasillo estaba vacío. Las escaleras de incendios, al final del corredor, eran mi salida.

Al salir a la gélida noche, la luna me bañó por completo. Fue como sumergirme en agua electrizada. Un jadeo escapó de mis labios. Todo mi cuerpo vibraba. El mundo se veía más nítido, los sonidos más claros, los olores… Dios, los olores. Podía distinguir la humedad del asfalto, el aroma de la pizza de la esquina, el perfume de una mujer a dos calles de distancia, y sobre todo, el aroma a tormenta y poder que era Kael.

Él estaba allí, a veinte metros de mí, en medio de la calle. Su postura había cambiado. Era más agresiva, más animal. Me miró, y sus ojos ya no eran grises. Brillaban con un oro puro y salvaje.

—Corre hacia mí, Elara —rugió, y su voz era un eco de la bestia que llevaba dentro—. ¡CORRE!

Y detrás de mí, desde la boca del callejón, surgieron tres siluetas enormes. Sus ojos brillaban con un azul glacial. El Lobo Plateado había llegado.

Sin pensarlo, obedecí. Mis pies descalzos golpearon el asfalto frío, corriendo hacia la única certeza que tenía en ese mundo de locos: el monstruo cuyos ojos, en ese momento de absoluto terror, eran el único hogar al que mi sangre gritaba por pertenecer.

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