Capítulo 5 Entre el lobo y el abismo

El aire silbaba en mis oídos, una mezcla de mi propio jadeo desesperado y el sonido de las pisadas que se acercaban a mi espalda. No eran humanas. Eran pesadas, sincronizadas, letales. El olor a hierbas amargas y tierra helada me alcanzó, envolviéndome en una nube de amenaza que me erizó cada vello del cuerpo.

“¡Corre, Elara!”

La voz de Kael no era ya un sonido, sino un latido más en el caos de mi sangre. Mis pies descalzos ardían contra el asfalto, pero el dolor era un eco lejano, ahogado por el instinto primordial de supervivencia. Delante de mí, él era una silueta oscura contra la luz de la luna, anclada en medio de la calle, esperándome. Sus brazos estaban ligeramente abiertos, no en un gesto de acogida, sino como un guerrero preparándose para el impacto.

Una sombra se abalanzó a mi izquierda. Un destello de dientes blancos y ojos azules eléctricos. Un grito se congeló en mi garganta. Pero antes de que pudiera alcanzarme, Kael se movió. Fue un blur de velocidad imposible, un movimiento tan rápido que mi vista apenas lo registró. Interceptó a la figura con un gruñido que hizo temblar el aire, y el sonido de cuerpos chocando fue como el de dos rocas gigantes estrellándose.

No me detuve. Seguí corriendo, mi corazón golpeándome las costillas como un pájaro enloquecido. Llegué a él justo cuando lanzaba a mi perseguidor contra la pared de ladrillo de un edificio con un crujido sordo y definitivo.

Me agarró del brazo. Su contacto no fue gentil. Fue una presión de hierro, una marca de posesión y urgencia. Sus ojos, completamente dorados ahora, me escudriñaron, buscando heridas.

—¿Te tocaron? —su voz era un rugido ronco, apenas inteligible.

—No —jadeé, temblando incontrolablemente, aferrándome a su brazo como a un salvavidas en un mar embravecido. Su musculatura, dura como el acero bajo mi mano, era lo único real en ese torbellino de locura.

De los alrededores, surgieron más figuras. Tres, cuatro… cinco. Todos hombres de constitución poderosa, con miradas de depredador. Algunos tenían los ojos dorados como Kael, otros el azul gélido del Lobo Plateado. Formaron un círculo a nuestro alrededor, un anillo de dientes y músculo tenso. El aire se espesó con el olor de la furia, el desafío y… la curiosidad. Sus miradas no solo me observaban a mí, sino también la forma en que la mano de Kael me sujetaba.

—Thorne —uno de los hombres de ojos azules, más alto que los demás, con una cicatriz que le cruzaba la mejilla, habló. Su voz era un serrucho sobre madera—. La omega no te pertenece. Su sangre es un asunto de manada.

—Su sangre es lo único que la mantiene con vida, Lysan —Kael escupió el nombre, arrastrando las erres con desprecio. Su cuerpo vibraba contra el mío, una caldera a punto de explotar—. Y está bajo mi protección.

—¿Protección? —Lysan, el líder del Lobo Plateado, sonrió, un gesto falto de humor—. Parece más un secuestro. La chica huele a miedo, Thorne. Y a ti. ¿Ya la has marcado para tu propio harén? ¿Es esa la protección del gran Alfa de los Thornes?

Las palabras de Lysan cayeron como piedras en el estanque enrarecido de mi mente. Alfa. Haren. La realidad de lo que era Kael, de la posición que ocupaba, me golpeó con la fuerza de un martillo. No era solo un hombre lobo poderoso. Era un Alfa. Un líder. Y yo… yo era un omega. Un botín. Una pieza para ser reclamada.

Kael no respondió con palabras. Un rugido, bajo y visceral, emergió de su pecho. Fue un sonido que prometía muerte, un desafío tan claro como la luna llena sobre nosotros. Los hombres que lo acompañaban, sus betas, respondieron con gruñidos de apoyo, cerrando filas a su alrededor.

—No hay manada que la acepte, Kael —continuó Lysan, disfrutando de la tensión—. Es demasiado humana. Demasiado débil. Pero su olor… por la Luna, su olor es puro. Un cebo perfecto. O la matamos para evitar que desate el caos, o alguien la rompe y la convierte en lo que debe ser. Tú no tienes el derecho de decidir su destino.

—Yo —Kael apretó mi brazo con más fuerza, y un dolor agudo me hizo contener la respiración—, soy el único con derecho a decidir qué hacer con lo que es mío.

Mía. La palabra resonó en el aire cargado, y algo dentro de mí, el omega asustado, se estremeció con una mezcla de terror y una inexplicable sensación de… pertenencia. Era una afirmación retrógrada, salvaje, pero en medio del caos, sonaba a refugio.

El círculo se tensó. Los músculos de los hombres se prepararon para el salto. Kael me empujó detrás de él, colocando su cuerpo como un escudo viviente entre yo y el peligro. Su espalda, ancha y fuerte, bloqueó mi vista.

—Si quieres a la omega, Lysan —Kael dijo, y su voz había recuperado parte de su fría autoridad, aunque el rugido aún la habitaba—, tendrás que pasar a través de mí. Y a través de cada uno de los míos. ¿Estás preparado para una guerra por una sola mujer?

El silencio fue absoluto. Solo el sonido de nuestra respiración, la mía entrecortada, la de Kael profunda y controlada, y la de los demás, ansiosa. Lysan observó a Kael, luego su mirada se posó en mí, sobre el hombro de Kael. Sus ojos azules me desnudaron, calculando, evaluando mi valor.

—Esta no es la batalla, Thorne —concedió al final, con una sonrisa desagradable—. Pero la tendremos. La luna no ha hecho más que empezar a sangrar. Y cuando alcance su cenit, la omega elegirá. Veremos si elige al lobo que la aterroriza… o al que le ofrece un lugar en una manada de verdad.

Sin otra palabra, Lysan hizo una seña a sus hombres. Se retiraron, fundiéndose con las sombras de los callejones con la misma facilidad con la que habían aparecido. La calle quedó repentinamente vacía, solo Kael, sus betas, y yo, temblando en medio del silencio recuperado.

Kael no se movió de inmediato. Permaneció alerta, escaneando la oscuridad, asegurándose de que se hubieran ido. Luego, lentamente, se volvió hacia mí.

Sus ojos dorados aún brillaban, pero la furia bestial había dado paso a una intensidad abrasadora que me dejó sin aliento. Su mirada recorrió mi cuerpo, desde mis pies descalzos y sucios hasta mi rostro pálido y marcado por las lágrimas. La mano que aún sujetaba mi brazo se relajó, y sus dedos se deslizaron por mi piel hasta enlazarse con los míos, en un gesto que era a la vez posesivo y, de algún modo, consolador.

—Nadie —murmuró, su voz grave rozando el límite de lo humano—, te hará daño mientras yo respire.

Era una promesa. Una promesa de un lobo. Y mientras lo miraba, con la luna bañándonos a ambos, supe, con una certeza que me heló y me calentó al mismo tiempo, que el peligro más grande no estaba en los callejones, ni en los Lobos Plateados.

El peligro más grande, el que hacía que mi sangre cantara y mi razón suplicara piedad, era el lobo que me tenía agarrada de la mano.

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