

La otra cara del príncipe
Berryblossom · Completado · 103.7k Palabras
Introducción
Prefiero morir mil veces…
Desde niño, Tuva Eke fue despreciado por su padre y sus hermanos mayores. Siendo un niño, no comprendió la razón por la que su madre fue ejecutada por traición, mucho menos entendió por qué su padre lo exilió en una torre inhóspita durante trece años.
Cojo, ciego y además loco, prometió buscar justicia.
Los débiles despiertan, y los genios se postran ante él.
En tiempos convulsos y de cambios, el más audaz es el vencedor… Nadie podrá interponerse en sus planes, ni siquiera esa señorita malévola y prejuiciosa con la que su padre le obligó a casarse. Sin embargo, entre ellos emergerá de la profundidad, una alianza sin igual que dejará a mas de uno sin aliento...
Una nueva era está por comenzar: las estepas se preparan para escoger a su nuevo líder.
Capítulo 1
«Si pudiera olvidar que soy su hijo, le aseguro que lo lograría»
Si empezamos desde los inicios de la vida del joven tegim, entenderíamos la magnitud de los problemas que lo rodearon desde que nació. El parto fue extenso y doloroso para la madre, pero gracias a un milagro se salvó y pudo cuidar del niño de cabellos negros como el carbón extraído por los esclavos en las montañas.
Tal vez desde un principio, Tuva Eke estuvo perseguido por la mala suerte, los problemas y los malos entendidos. No solo lo pensaba él, sino todas las personas que en algún momento de su vida lo rodearon, y que de una u otra manera terminaron mal gracias a él, por el simple hecho de estar relacionados con él.
Después de tantos años escondiéndose de los demás y de estar aislado del mundo exterior, decidió darse una oportunidad, solo una, y aclarar lo que ocurrió aquella noche del primer mes del año decimo.
La torre de exilio lo albergó durante más de dieciséis años, aquellas paredes grises y de ladrillo desgastado por los fenómenos naturales, sabían de sus sufrimientos, sus miedos y odios.
En toda su vida no conoció el afecto de un padre, ni el de una madre. Su corazón era frío, helado como la nieve, atormentado por un pasado que lo condenó durante toda su vida, que acabó con aquel niño tierno de diez años que fue obligado a ver morir a su madre mientras todos la aborrecían y trataban como una paria.
Los ventanales empañados por el fresco rocío de la mañana eran testigos de sus noches de desvelo frente a ellas, buscando una forma de lograr que su padre se acordara de él, de que tenía un hijo encerrado a miles de kilómetros del castillo real. Le tomó tiempo lograr su cometido, más cuando no quería levantar sospechas respecto a sí mismo.
Finalmente, pudo descifrar entre la espesa neblina de vicisitudes, la contraseña para conseguir la salida del exilio. La luna se la susurró al oído, el búho se lo expresó con su mirada penetrante y el viento se lo anunció a gritos en medio de las ráfagas cambiantes de aire.
Era el primer mes del año; el aniversario número 16 de la muerte de su madre… 16 años perdidos de manera injustificada a causa de una estrategia para allanar los llamados de las tribus nómadas de las estepas, para apagar la voz de los portadores de una vieja tribu que poco a poco desaparecía del territorio.
Desvió la mirada del ventanal y se centró en la entrada a la torre de la única persona que había estado con él desde que era un niño de diez años. La única persona que había accedido a quedarse con él, a pesar de los rumores y peligros que circulaban y rodeaban.
—Señor Yul, la temporada está cambiando —avisó—, hace una semana que desperté, pero padre no ha venido… Me pregunto me recuerda o si piensa en mi madre.
El hombre miró el ventanal y sonrió con tristeza.
—Es el aniversario de la muerte de su madre, joven señor.
—Así es —aceptó débilmente—. Hoy, hace dieciséis años mi madre murió ejecutada por mi padre. En una mañana nublada como esta, mi madre murió atravesada por una decena de lanzas afiladas.
—Señor, es un milagro que usted esté vivo. Después de la muerte de la concubina Anuska, su padre le condenó al exilio, también a beber veneno progresivo…
—Tengo mucha curiosidad en saber qué fue lo que persuadió a mi padre, para que desistiera de darme mucho más veneno.
—Señor, el veneno pudo haberlo matado en cuestión de pocos años, no tiene sentido que piense en ello. Sin embargo, si usted lo desea, lo averiguaré.
Tuva Eke negó levemente mientras se rascaba suavemente una de las ronchas moradas presentes en su cuello.
—¿Sabes cuando se quitará esto? —interrogó sin angustia mientras daba por terminado el tema que tanto inquietaba a su acompañante.
—Mientras el veneno blanco no salga de su cuerpo, tendrá esas ronchas en la piel.
—Deberías darme una dosis más generosa —sugirió en un susurro temeroso.
El joven Tegim suspiró con cansancio al ver la expresión de reproche. Nadie podía entenderlo, pues ninguno era capaz de sentir en carne propia los dolores agudos y los padecimientos vergonzosos de su cuerpo cada noche debido al frío.
Se sentía inconforme e impotente, pues el haber llegado a esas instancias no había sido culpa de él, ni tampoco de la naturaleza, sino que fue su padre quien le había impuesto aquella penosa condición. Fue el gran Khan quien lo llevó hasta un callejón sin salida, una encrucijada de frente a las maldades, que le había dejado malherido y vulnerable frente a los ojos de todos.
La única alternativa para aliviar el dolor que tenía el príncipe y contrarrestar el primer veneno era con otro veneno que se podía conseguir en cualquier lado del kanato. Ese se había convertido en su medicina a falta de cualquier otro servicio básico. Sin embargo, los excesos del líquido lo habían llevado hasta el punto de intoxicarse con una sobredosis. Desde ese día, las porciones del medicamento estuvieron controladas por el señor Yul, con el fin de evitar que el joven maestro muriera en cualquier momento producto de la imprudencia y el desespero.
—No debe abusar de su salud, recuerde que puede ser peligroso mezclar los dos venenos —Avisó nervioso, pero al ver que no obtenía una reacción, decidió cambiar de tema—¿Ha pensado en algo? El tiempo se agota, el rey pronto ha de elegir un candidato para la sucesión.
Tuva Eke sonrió con ganas.
—Lo sé, aun así, no me apresuraré a buscar más excusas para lograr salir de aquí, porque ya he encontrado una. Envíale a mi padre esta misiva, estoy seguro que no necesitaré palabras para que se acuerde de mí. De seguro él también ha de estar pensando en esto, tal vez ha estado pensando en mí.
[…]
Mientras algunos pensaban que ser relacionados con el príncipe exiliado y loco era una deshonra y un sinónimo de debilidad, otros como el gran Khan, sabían del peligro que podía correr el kanato, si el hijo de la concubina rusa muerta hace dieciséis años despertaba de su letargo tras casi morir envenenado con cinabrio.
Con el transcurrir de los años, se vio demostrado que la vida se oponía al Khan, pues contra todo pronóstico, recibió la noticia de que su hijo había despertado.
Quedó en silencio, sintiéndose culpable por haber intentado matarlo cuando todavía era un niño. Tal vez, nunca se iba a poder deshacer de las sombras de aquel fatídico día, un día en el que no solo había perdido a una de sus mujeres, sino también al hijo más capaz entre el resto de sus vástagos.
Decidió salir de sus desgastantes pensamientos y enfrentar al visir:
—¿Cuándo ha ocurrido esto?
—Hace unas semanas —contestó de inmediato.
—¿Por qué no me había enterado de esto?
—Respondiendo al Khanliq, las visitas a la torre septentrional fueron restringidas por usted el día en que su hijo entró allí.
El hombre quedó en silencio por unos breves instantes.
—¿Cómo ha quedado? ¿El veneno salió de su cuerpo?
—Khanliq, el veneno estuvo en su organismo por muchos años. El veneno no logró matarlo, pero le ha dañado la vista, su piel está manchada con rosetas moradas y tampoco habla; no dice ni una sola palabra... Además, eso no es todo, pues su cojera ha empeorado.
El hombre rio con pena, no era una risa alegre, sino una que se podía mezclar con el llanto. Los quejidos retumbaron en su amplio y pesado pecho, a pesar que no quería verse vulnerable. Pero cuando sintió que el nudo en la garganta se le hubo desecho, volvió la atención a su subordinado:
—Soy un gobernante con un hijo lisiado, un minusválido que no es capaz ni de soportar el peso de su propio apellido, dime… ¿Me queda algo de orgullo?
—Khanliq, el respeto que se han ganado sus otros hijos dentro y fuera de nuestro territorio compensa la vergüenza de tener a ese hijo suyo.
El rey dirigió su mirada al visir. Sus ojos negros y profundos miraron con intensidad al hombre, le advirtieron que sus palabras fueron imprudentes. El hombre, al entenderlo, corrió a disculparse y pedir la absolución de la muerte.
—Tuva Eke es mi hijo, no tienes ningún derecho a hablar mal de él, porque después de todo es tu amo.
—Lo sé, Khanliq, pido perdón.
El hombre bufó:
—¿Tienes otro mensaje?
El hombre de inmediato puso en el escritorio cada uno de los documentos que su rey debía revisar aquel día. El Khan se dispuso a cumplir con los deberes diarios, firmar decretos, emitir sentencias y leer los informes enviados desde las fronteras. Entre todos aquellos rollos de pieles, encontró uno amarillento y de poca calidad. Lo abrió con parsimonia, esperando ver uno más de los tantos informes de guerra, pero no fue así, y se sorprendió al ver escrita una fecha sobre el lienzo. Recordó la fecha memorada allí y se llevó otra gran sorpresa; era el aniversario de la muerte de la concubina Anuska, la madre de Tuva Eke.
El hombre soltó el pergamino como si de la peste se tratara.
—Anuska… —susurró contrariado.
El visir llegó junto a él, y afanado trató de ver lo que le ocurría. Pero por más que le preguntara, el Khan no le decía nada en concreto.
—Tuva, Tuva… —balbuceó atragantado—, busca a Tuva Eke.
—Gran Khanliq, su hijo está condenado al exilio.
El Khan perdió la paciencia y gritó:
—¡Ordena mi decreto! —exigió acalorado—: Quiero a Tuva Eke presentarse ante mí.
…
Tanto el señor Yul, como Tuva Eke miraron por el ventanal, cuando percibieron actividad fuera de la torre. Había pasado quizá dos días desde que se había enviado el mensaje al kan y todo ese movimiento le aseguraba que se trataba de los hombres de este.
—¡Joven señor, son los hombres de su padre! —exclamó Yul asustado.
Tuva Eke reaccionó de inmediato, extendió el bastón hacia el suelo y una vez lo hubo apoyado contra la piedra grisácea, se levantó y caminó lo más rápido que su pierna enferma le permitió. Al final se tiró sobre la cama mientras dejaba al señor Yul arroparlo con las mantas.
—Es bueno en esto, señor. No deje que el Khan sospeche de usted —apremió antes de que el personal del padre de él entrara a la habitación de la torre.
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