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Amor errante

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Nancy Rdz · En curso · 173.3k Palabras

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Introducción

Emilia Díaz es una atrapada en una vida que nunca pidió. Sus padres se divorciaron cuando tenía ocho años, y tras años de batallas legales, su madre se casó con un hombre poderoso que, con sus influencias, logró obtener la custodia exclusiva de Emilia, dejando a su padre con el derecho de verla solo una semana al año. Aunque vive en una mansión rodeada de lujos y comodidades, Emilia sufre la soledad y el rechazo en carne propia: su padrastro, un hombre controlador y cruel, no pierde la oportunidad para menospreciarla.
Buscando un escape de esta vida vacía, Emilia encuentra un inesperado refugio en Esteban Cazares, un compañero de instituto e hijo de un importante magnate. La relación parece ser lo único que da sentido a sus días, y además, se convierte en una ventaja para su padrastro, quien ve en la unión de ambos una posible alianza estratégica que consolidaría sus ambiciones empresariales. Sin embargo, todo se derrumba cuando Emilia descubre que Esteban la engaña, rompiéndole el corazón. En un acto de rebeldía y en busca de consuelo, Emilia decide vengarse a su manera. Una noche, en un bar, conoce a un misterioso hombre joven que, al igual que ella, parece necesitar escapar de sus propios demonios. Lo que comenzó como una noche de pasión sin ataduras, pronto se transforma en una conexión inesperada... hasta que ambos descubren la cruda verdad: él es Álvaro Duarte, su hermanastro mayor.
Álvaro, quien llevaba casi una década estudiando en el extranjero, ha regresado para involucrarse en la empresa familiar, lo que lo lleva a vivir bajo el mismo techo que Emilia. Ahora, la joven deberá lidiar con la tensión de convivir con alguien que conoce su vulnerabilidad más íntima y que, al mismo tiempo, parece despertar sentimientos nuevos y complejos.

Capítulo 1

Álvaro Duarte

—¿A dónde lo llevo, joven? —preguntó el taxista del aeropuerto, con un dejo de curiosidad en la voz.

—A la residencia de los Duarte, al norte, por favor. —Mi tono era firme y seguro. No hacía falta entrar en detalles; mi apellido hablaba por sí solo. Mi padre era un nombre conocido en la ciudad, propietario de una fábrica de asientos para automóviles que abastecía a Industrias Cazares, una de las empresas más importantes del país.

Era mi primera vez en la Capital después de diez largos años viviendo en el extranjero. Me sentía extraño, como si un vacío emocional se hubiese instalado en mi pecho. Si hubiese sido por mí, nunca habría regresado, pero mi padre fue insistente. Me recordó, una y otra vez, que la educación que me dio no era para que trabajara en una empresa extranjera, sino para que regresara a apoyar el negocio familiar.

Miré por la ventana del taxi, dejando que los recuerdos me asaltaran. Tenía quince años cuando mi madre falleció. Seis meses después, mi padre cometió el descaro de llevar a casa a una mujer que pronto se convirtió en su esposa. El rencor todavía me quemaba por dentro. Él parecía haber encontrado la felicidad mientras mi hermana Mara y yo nos ahogábamos en el dolor de haber perdido a nuestra madre.

Cerré los ojos y tragué saliva. Aún sentía el peso del recuerdo de ella: una mujer cariñosa y entregada. Su ausencia era una herida que nunca terminaba de cerrar. A veces me preguntaba si alguna vez podría superarla.

Damiana Torres. Su nombre me provocaba un sabor amargo en la boca. Había sido la secretaria de mi padre cuando mi madre falleció. Ahora, al ser mayor, no podía evitar pensar que su relación había comenzado mucho antes. Ese pensamiento me corroía por dentro. Fue por ella que le pedí a mi padre que me enviara al extranjero. No soportaba verla ocupar el lugar de mi madre, adueñándose de todo como si le perteneciera.

Damiana tenía una hija, Emilia. Nunca podré olvidar cómo me miraba. Sus ojos oscuros eran insondables, como la noche misma. Recuerdo cómo sus mejillas se sonrojaban con el frío, haciendo que su piel pareciera más pálida y etérea. Inspiré hondo, intentando calmar la tensión en mi espalda. Sabía que pronto tendría que volver a verlas, y no habría forma de evitar su cercanía.

Mis años en el extranjero habían sido un refugio. Terminar el instituto en North Houston Early College, en Texas, me permitió alejarme del caos de mi familia. Luego me mudé a Berkeley para estudiar negocios internacionales en la Universidad de California. Aquellos fueron buenos tiempos: fiestas de la facultad, chicas, amigos… una vida de libertad y soledad que aprendí a amar. Después de graduarme, trabajé en varias empresas, forjando mi propio camino.

Y sin embargo, aquí estaba, de regreso en la Capital. Había accedido porque mi objetivo era claro, aprender a manejar la fábrica que, en realidad, ni siquiera era de mi padre. Todo lo que teníamos pertenecía a mi madre. Cuando se casaron, él era apenas un empleado más en la empresa de mi abuelo. Pero cuando surgío una oportunidad irrechazable, mi abuelo confió en mi madre, cediéndole la empresa. Ella, joven y recién casada, creyó en la promesa de un futuro compartido.

Hace unos días, mi hermana Mara me dio una noticia que me dejó intrigado. Resulta que mi hermanastra Emilia estaba de novia con el hijo de uno de los magnates más ricos del país. Irónicamente, ese hombre era el mismo con quien mi padre había hecho negocios durante años, el dueño de Industrias Cazares.

La ironía era tan amarga como dulce. Si algo había aprendido en mi vida era que las coincidencias no existían. Todo formaba parte de un juego calculado.

No pienso permitir que nadie se quede con lo que por derecho me pertenece. Necesitaba descubrir cuáles eran las verdaderas intenciones de mi padre con la familia Cazares.

La casa de mis padres estaba ubicada en un sector exclusivo al norte de la ciudad. Cuando me mudé al extranjero, no había mucho alrededor, y el acceso era únicamente por auto. Ahora, diez años después, todo había cambiado. Nuevos caminos y accesos se habían construido, como si el tiempo hubiera decidido remodelar los recuerdos de mi infancia.

Recorrimos la larga carretera hasta llegar a aquella curva familiar. Ahí estaba el arco de acceso al fraccionamiento, con letras imponentes que leían: "El Campanario". El paisaje era diferente, pero no lo suficiente como para borrar los ecos del pasado.

Eran aproximadamente las seis de la tarde cuando llegué a la casa. Una construcción de estilo contemporáneo que parecía más fría y ajena de lo que recordaba. Toqué el timbre, y el ama de llaves apareció al otro lado. Al principio no me reconoció, pero bastó con decir mi nombre para que me abriera la puerta de inmediato.

Al cruzar el umbral, viejos recuerdos de mi infancia me asaltaron, cada uno de ellos impregnado de la presencia de mi madre. Todo parecía tan distante ahora, como si esa parte de mi vida perteneciera a otra persona.

—¡Álvaro! Pero qué sorpresa, hubieras avisado que venías —dijo esa voz que siempre lograba irritarme. Damiana Torres, mi madrastra, me observaba con su eterna sonrisa fingida. Su tono era cálido, pero sus palabras estaban impregnadas de hipocresía. Desde siempre había tratado de minimizarme a mí y a mi hermana.

—¿Habría hecho alguna diferencia? Ya estoy aquí —respondí con un tono despectivo que no me molesté en ocultar.

—Claro que no. Me alegra verte. Tu padre estará encantado —replicó, acercándose para darme un abrazo que sentí tan falso como ella misma.

Por fuera, Damiana aparentaba alegría al verme, pero su mirada la delataba. Sabía que mi llegada no le agradaba en absoluto. Mientras esperaba que mi padre apareciera, dediqué unos segundos a observarla. Rondaba los cuarenta y tantos, aunque las cirugías y tratamientos caros le ayudaban a aparentar menos. Su melena castaña clara, siempre perfectamente arreglada, y sus facciones afiladas eran un recordatorio constante de su obsesión por mantener una apariencia impecable. Su silueta delgada no hacía más que confirmar que, para ella, las apariencias eran lo único importante. Era el tipo de mujer que no trabaja, pero vive cómodamente gracias al dinero de otros.

—¡Hijo, qué sorpresa tenerte aquí! —exclamó mi padre mientras entraba en la sala. Su voz resonó con una calidez genuina que contrastaba con la frialdad de Damiana. Me dio un abrazo que, aunque torpe, llevaba la carga de los años que habíamos estado separados. El tiempo no había pasado en vano; las canas comenzaban a dominar su cabello oscuro.

Pasamos un largo rato conversando. Le expliqué que mi regreso a la Capital era definitivo y que estaba dispuesto a quedarme para apoyarlo en la empresa familiar. Su reacción fue positiva, como si mi decisión fuera justo lo que había estado esperando.

—Estoy seguro de que será lo mejor para todos —dijo mi padre con una sonrisa de satisfacción. Luego, con tono serio, comenzó a hablarme de sus planes para Emilia, mi hermanastra.

Según él, la intención era casarla con el hijo de Ernesto Cazares. Este matrimonio, según sus cálculos, nos traería enormes beneficios. Nuestra empresa era uno de los principales proveedores de asientos para autos, e Industrias Cazares se encargaba de armar el interior de varios modelos. En los últimos años, esa empresa se había convertido en una industria gigante, y pronto lanzarían su propio modelo de auto. Unirnos a ellos, al parecer, era un movimiento estratégico.

—Emilia es… complicada. Una rebelde sin causa —continuó mi padre—. Tuvimos que presionarla para que aceptara al hijo de Ernesto, pero al final cedió. Aun así, necesito que estés atento. Tal vez, si te portas bien con ella, puedas convencerla de que haga lo correcto. Yo no tengo tanta paciencia.

Sus palabras me dejaron pensando. Tal vez sería útil acercarme a Emilia, pero no porque quisiera ayudar a mi padre. Había mucho en juego, y yo no estaba dispuesto a quedarme al margen.

Una vez instalado en mi habitación, le envié un mensaje a un amigo del Instituto invitándolo a beber algo. Creí que estaría bien ver a alguien conocido y ponerme al tanto de lo que había hecho en los últimos años de su vida. Quedamos a las diez en un bar famoso de la ciudad. Apenas eran las nueve, pero después de la plática con mi padre y el sabor áspero del whisky que me ofreció, solo logré abrir mi apetito por unos tragos. Decidí salir temprano para irme ambientando mientras Gael llegaba al bar.

El bar donde habíamos quedado era tranquilo. Había mesas ocupadas por personas bebiendo y comiendo. Como iba solo, no vi el caso de pedir una mesa; me senté en una de las sillas de la barra y ordené un whisky. Mientras lo traían, observé a mi alrededor. Fue entonces cuando la vi. Aquella chica de piel pálida y cabello teñido de un rojo intenso. Sus labios, del mismo color, destacaban de una forma irresistible. Su belleza era increíblemente tentadora, casi como una manzana prohibida. La miré por unos instantes; ella me recordaba a alguien... Mi boca se llenó de saliva al evocarla, y me maldije por ello.

En un instante, la chica notó mi mirada. Le dediqué una sonrisa divertida, y cuando me devolvió el saludo con una tierna sonrisa, supe que tenía que acercarme. Bajé de la silla con paso seguro y caminé hasta donde estaba sentada. Para mi fortuna, el banco a su lado estaba vacío.

—¿Cómo te llamas? —pregunté, posando la mirada en sus labios carmín.

—Emma —respondió ella. Luego añadió—: ¿Y tú cómo te llamas?

¿Emma? Pensé. Hasta su nombre era similar... La observé de pies a cabeza. No podía ser ella, aunque el recuerdo de su rostro era vago. No, no podía ser, porque Damiana jamás permitiría que su hija se vistiera con una falda de cuero, medias, botas altas y transparencias negras.

—Emmanuel —le respondí. Estaba embelesado por la frescura de su piel. Sin evitarlo y con toda intención, rocé con mis dedos su hombro descubierto, bajando lentamente hasta su codo. Pronto me di cuenta de que había sido un completo estúpido al inventar ese nombre. Emmanuel era casi idéntico al suyo, aunque no planeaba decirle el verdadero. Esta chica me provocaba un deseo tan intenso que no podía ignorarlo. A lo mucho, esto sería solo una aventura de una noche, claro, siempre que ella lo permitiera

—¿Vienes sola? —pregunté.

—Sí. ¿Y tú?

Perfecto, pensé. Esto sería más fácil de lo que creía.

—Espero a un amigo, pero tal vez pueda verlo otro día. Ahora estoy ocupado admirando la belleza de una hermosa dama —dije, notando cómo mis palabras intencionadas lograron el efecto deseado. Sus mejillas se tiñeron de un rojo intenso, provocándome una oleada de placer.

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