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Los herederos de la mafia. Serie Legado de la mafia.

Los herederos de la mafia. Serie Legado de la mafia.

jedacla · En curso · 180.0k Palabras

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Introducción

Sinopsis
Izan Quintero y Dante Armone nacieron en un mundo alejado del crimen, pero el destino tiene un plan oscuro para ellos. A pesar de los esfuerzos de sus padres por mantenerlos lejos de la mafia, el legado de sangre que arrastran pronto se hace evidente.

Sobre todo cuando Dominic King, el temido heredero de la mafia americana y rusa, busca venganza por el daño infligido a su familia y, para hacerlo, sus ojos se posan en Trina Quintero Armone. Ella es la joven que lleva consigo las dos sangres culpables de su desgracia, y Dominic está decidido a usarla como su arma más poderosa. Su plan es seducirla, enamorarla y destruirla desde adentro, haciéndolos sentir el dolor de perder a un ser querido.

Sin embargo, lo que comienza como una estrategia fría y calculadora pronto se convierte en un juego peligroso de emociones. A medida que Dominic se acerca a Trina, sus intenciones se complican, el deseo y la venganza chocan en su corazón, desdibujando las líneas entre el amor y el odio. Mientras tanto, Trina lucha con su propia identidad y la pesada carga del legado familiar.

Con cada paso que dan hacia un inevitable enfrentamiento, las tensiones aumentan y los secretos amenazan con salir a la luz. ¿Podrán Izan y Dante proteger a Trina del peligro inminente? ¿O caerán todos en la trampa mortal que han tejido?

Capítulo 1

Trece años antes

Dominic

No tengo ni catorce años y ya siento que el mundo se me cae encima.

Trina me mira con miedo, con esos ojitos que no deberían conocer el dolor. Me dice que quiere volver con su familia… y por dentro algo en mí se rompe. Porque yo también una vez creí tenerla. Porque yo también fui un niño perdido.

Le prometo que voy a ayudarla. Lo digo serio, firme, aunque por dentro estoy temblando. Sé que si lo hago, si la dejo escapar, mi padre va a matarme. O desearía hacerlo.

Pero no puedo quedarme quieto. No quiero crecer siendo como ellos.

Trina confía en mí. Toma mi mano. Me sigue por los pasillos en silencio, como si el sonido pudiera despertar a los monstruos. La llevo por el pasadizo secreto. Le regalo la bicicleta vieja de mi hermana, a Rosella. Le doy lo único que tengo: una salida. Una esperanza.

Ella me da algo más valioso: un sujetador del cabello y me dice que no la olvide.

No lo haré.

Cuando la veo pedalear y perderse entre los árboles, siento que algo en mí cambia. Por primera vez… siento que hice algo bueno. Algo que no me da vergüenza.

Pero la paz no dura.

Regreso y me entero de que mi hermana Liliana está muerta. Asesinada por los enemigos de mi familia, que son los familiares de la niña que dejé escapar.

Mi padre, ciego de furia, ordena traer a Trina para desquitarse. Mientras el miedo se agita en mi interior, por un momento todo.

Pero el silencio apenas dura un instante.

Uno de los hombres, con la voz temblorosa y la frente perlada de sudor, rompe la tensión. Su voz tiembla, y puedo ver el sudor resbalándole por la frente.

—Señor King… Dominic estaba en la habitación con la niña. Fue él quien me dijo que usted lo esperaba en su despacho. Creo que… fue él quien la ayudó a escapar.

Siento cómo se me enfría la sangre. Todo el aire me abandona de golpe. No necesito mirar a mi padre para saber lo que viene. El silencio que sigue pesa como plomo.

Lo escucho girarse. Sus pasos lentos. Casi ceremoniosos. Y cuando clava sus ojos en mí, me quema. No hay sorpresa en su rostro. Solo furia. Furia pura.

—¿Tú… la ayudaste a escapar? —dice, pero no suena a una pregunta. Es una sentencia. Una condena.

Mi corazón se encoge. Mi estómago da vueltas. Trato de mantenerme firme, pero la voz me tiembla cuando respondo.

—Yo… no sé de qué está hablando, padre.

Mentirle me sabe a ceniza.

En un parpadeo, da un paso hacia mí y me agarra por la nuca con una fuerza brutal. Un quejido se me escapa. Me arde la piel, la presión de sus dedos es como fuego.

—¡No me mientas, Dominic! —me grita, y la rabia en su voz me traspasa como cuchillas—. ¡Si no fueras mi hijo, te mataría aquí mismo por traidor! ¡Pero te voy a enseñar lo que significa amar a tu familia por encima de todo!

No me suelta. Me arrastra por el pasillo como si fuera un pedazo de basura. Mis pies apenas tocan el suelo, pero no me resisto. Estoy paralizado.

Frente a nosotros… está ella. Liliana.

El cuerpo de mi hermana yace sobre una camilla. Cubierta por una manta, pero no lo suficiente. La parte superior de su cabeza… está destrozada. Y el mundo me da vueltas.

—Mírala —me ordena él, con esa voz rota y cruel—. ¡Mírala bien!

Quiero apartar la vista. Quiero cerrar los ojos. Quiero desaparecer. Pero no me deja. Me agarra del cabello con fuerza y me obliga a mirar.

—Esto… —gruñe—. Esto lo hizo la gente a la que pertenece la niña que tú decidiste salvar.

Siento que me estoy rompiendo por dentro. No es miedo. No solo es culpa. Es impotencia. Es ese dolor horrible de no haber podido proteger a nadie. Ni a Trina. Ni a Liliana. Ni siquiera a mí.

—¡No puedo creer que seas mi hijo! —escupe, con un desprecio que me perfora el alma—. ¿Ayudaste a la hija de nuestros enemigos a escapar? ¿Qué clase de idiotez corre por tus venas?

Me desplomo. Caigo de rodillas, el cuerpo temblándome como una hoja. Todo me duele, pero no tanto como sus palabras.

—Ella no tenía la culpa, padre… —susurro—. Solo era una niña… asustada… no podía dejar que le hicieran daño…

Pero él no escucha. No quiere entender. Me golpea con fuerza y salgo volando al suelo como si fuera nada.

—¡En este mundo, o estás con nosotros, o estás contra nosotros! —grita—. Y tú, hijo… acabas de traicionar a tu sangre.

Me quedé tirado, temblando. No por el golpe. No por miedo. Sino porque lo sé. Lo siento. Él ya no me ve como su hijo. No soy su orgullo. Soy su fracaso.

—Voy a enseñarte lo que significa lealtad, Dominic —dice entre dientes, su voz como una sentencia de muerte—. Y esta será tu primera lección: limpiarás el desastre que causaste. Dinos dónde está esa niña, o pagarás tú las consecuencias.

Alzo la mirada. Las lágrimas me corren por el rostro. Me arde el pecho de tanta culpa, pero no me doblo. Por primera vez, lo miro sin agachar la cabeza. Por primera vez… no me avergüenzo.

Porque no me arrepiento.

No destruí. Protegí.

Estoy a punto de responder, de aceptar el castigo que venga, cuando un grito estalla al fondo del pasillo. Voces. Pasos. Alarma. El caos se desata de golpe.

Uno de los hombres entró corriendo, pálido como un cadáver.

—¡Enrico Armone, Leandro y Lisandro Quintero! ¡Han entrado! Están aquí. ¡Arrasan con todo! ¡O peleamos… o morimos!

Mi padre me suelta de golpe. Caigo de rodillas, jadeando, con el cuello ardiendo.

Él se da vuelta, su furia convirtiéndose en órdenes.

—¡Prepárense todos! ¡Nadie huye! ¡Enfrentaremos a esos bastardos y acabaremos con ellos!

Luego vuelve a mirarme. Esa mirada... como si no hubiese terminado conmigo.

—Y tú, Dominic… esto no ha terminado. Camina.

Me levanto, tambaleándome. No sé qué va a pasar. No sé si voy a vivir. Pero siento que esto no tiene retorno. Aunque intento conversar con mi padre.

—Padre, quizás deberíamos…

No logro terminar. Dos bofetadas me atraviesan la cara con la fuerza de un latigazo. Me hacen tambalear. Me dejan el mundo en blanco por un segundo.

—La única carta que teníamos para negociar… y la dejaste escapar —gruñe, con esa voz ronca que me hiela la sangre—. Ruega, Dominic. Ruega para que la encontremos. Ruega para que ganemos esta guerra, porque si no… vas a arrepentirte el resto de tu vida.

No puedo mirarlo. Me arde el rostro, me arde el alma. Me arde la culpa.

—Llévense el cuerpo de Liliana a una de las habitaciones. Y tú —me señala con el dedo como si me maldijera—, te quedas con ella.

No dice más. Da media vuelta y sale corriendo, gritando órdenes a diestra y siniestra. Como si su voz pudiera controlar el caos que ya estalla a su alrededor.

Y de pronto, me quedo solo.

Solo con ella.

Con Liliana. Mi hermana, la única madre que he conocido.

La miro. Su piel ya empieza a perder color. Hay sangre seca en sus sienes, en su cabello. Era tan fuerte, tan temida… y ahora parece una muñeca rota. La mujer que me crió, que me gritaba para que aprendiera a matar, que me abrazaba cuando tenía pesadillas… y curaba mis heridas cuando me lastimaba. Ya no está.

—Lo siento —susurro, mi voz hecha trizas.

Con manos temblorosas, cubro su cuerpo con la manta. Lo hago con cuidado. ¡Como si eso pudiera devolverle algo de dignidad! ¡Como si eso pudiera devolverle la vida!

Pero no. Solo hay silencio. Solo hay fuego a lo lejos. Gritos. Disparos. El sonido del infierno abriéndose paso por los pasillos de nuestra casa.

Huelo el humo. Algo arde cerca. El techo parece vibrar con los pasos de los hombres y los rugidos del combate. Me acerco a la puerta. Apoyo la frente un instante. Y pienso: “Tengo que parar esto. Como sea.”

Abro y salgo.

El mundo afuera es un caos. Hombres corren, disparan, gritan nombres y órdenes. Y entonces… lo veo.

Veo a tres hombres. Y veo a mi padre.

Y veo cómo le disparan.

Lo veo caer.

No grito. No me muevo. Me quedo quieto. El corazón se me paraliza. Aprieto los puños tan fuerte que siento las uñas clavarse en las palmas. Quiero correr hacia él. Quiero. Pero me quedo escondido. Viendo cómo los hombres se agachan, revisan su cuerpo.

—¡Está muerto! —dice uno de ellos.

—No tenemos tiempo. Debemos encontrar a Trina —responde otro, dándose la vuelta.

Cuando se van, salgo como un rayo. Siento las lágrimas resbalando por mi rostro. Me tropiezo. Me caigo. Me levanto. Y llego a él.

Ahí está.

Mi padre.

Mi sangre, mi monstruo, pero también mi única familia.

En un charco que no deja de crecer.

Me arrodillo a su lado. Mis manos tiemblan cuando toco su rostro. Ya no grita. Ya no amenaza. Está… está roto. Pequeño. Como yo.

—Padre… —susurro, apenas puedo respirar—. Lo siento. Lo siento tanto… Es mi culpa. Ayudé a escapar a Trina. Fallé. Te fallé…

Y entonces… lo veo moverse.

Muy leve.

Un espasmo en el pecho. Un quejido que no parece humano.

—¡Padre! —me inclino sobre él, mis manos agarran las suyas con desesperación—. Padre, estás vivo… ¡Aguanta!

Sus ojos se abren. Solo un poco. Pero me encuentra. Me mira. Con todo el peso del mundo en la mirada. Y su voz… su voz apenas es un susurro.

—Dominic…

—Estoy aquí —respondo de inmediato—. Estoy aquí, padre. No hables. Ahorra fuerzas.

Pero él no se detiene. Sus labios manchados de sangre se mueven con esfuerzo.

—Escucha… escúchame bien… Debes prometerme algo…

—Lo que sea —le digo, con el corazón en un puño—. Dímelo, y lo haré.

Inhala. El sonido es húmedo. Doloroso. ¡Como si el aire le desgarrara el alma!

—Vas a vengarnos… a Liliana… a mí… a todo lo que somos. Los Armone… los Quintero… —tosió con fuerza, la sangre salpicando su mentón—. Acabaron con nosotros. Pero tú… tú ocuparás tu lugar. Nunca tengas compasión. Nunca subestimes a nadie. ¿Me escuchas? Te tendrás que convertir… en el mafioso más temido de todo el mundo… porque por tus venas corre sangre de hombres temidos.

Asiento con la cabeza, pero siento que estoy cayendo en un pozo sin fondo. Aun así, agarro su mano con fuerza. Lo miro como cuando era niño. Como cuando creía que él era invencible.

—Te lo juro, padre —digo, la voz temblándome, rota—. Me vengaré de ellos. Los haré pagar. Te lo prometo.

Y mientras la vida se le escapa lentamente entre mis dedos… juro convertirme en aquello que juré nunca ser.

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